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"La Izquierda Comunista"
- n° 4 - Mayo 1996

Sumario:

- LAS CAUSAS HISTÓRICAS DEL SEPARATISMO VASCO (1ª parte) [ 2 - 3 - 4 - 5 ]
- REVOLUCIÓN Y CUESTIÓN CAMPESINA EN MÉXICO (1ª parte) [ 2 ]
- EL PARTIDO ANTE LOS SINDICATOS EN LA ÉPOCA DEL IMPERIALISMO (3ª parte)  [ 1 - 2 ]
- LAS TESIS DE LA IZQUIERDA (II)
    El curso histórico del movimiento de clase del proletariado -Guerras y crisis oportunistas  (Prometeo 1947)
- Noticiario
- EL CRISTIANISMO de religión de los oprimidos a Iglesia Estatal
    y mistificación de la sumisión de clase  (2ª parte) [ 1 ]
- REUNIÓN GENERAL DEL PARTIDO - Florencia, 26-28 de enero.
- El potente movimento huelguístico de Francia derrotato por el sabotaje de lo sindicatos.
- LA PENA DE MUERTE.
- Las engañosas intervenciones de paz en la región balcánica
        esconden la extensión del choque imperialista mundial
- ¡Trabajadores, Proletarios! En el capitalismo todos los gobiernos son de derechas.
 
 










Las causas históricas del separatismo vasco
(1ª parte) [ 2 - 3 - 4 - 5 ]


Nuestra corriente ha sostenido siempre que los medios tácticos que el Partido puede emplear en determinadas áreas históricas y sociales, deben estar previstos y codificados en claras reglas de acción. La teoría del materialismo histórico permite al Partido revolucionario proletario, al Partido Comunista, prever los acontecimientos históricos en sus grandes líneas generales, evitando así un peligroso empirismo táctico que forzosamente influiría muy negativamente sobre la organización y el curso de la misma lucha proletaria. Hacer lo contrario, es decir buscar nuevas vías imprevistas, desconocidas por el conjunto del Partido, equivaldría, y de hecho así sucedió con la IIIª Internacional, a quebrar la monolítica estructura teórica y programática del Partido.

Es por tanto una necesidad vital para el movimiento revolucionario que ese rigor doctrinal y programático se plasme en líneas tácticas que no contradigan su naturaleza, determinada por la finalidad suprema de nuestro combate, la sociedad sin clases, por lo que en todo momento estas líneas tácticas siempre deben estar subordinadas al objetivo final, que es quien en última instancia las determina inexorablemente.

El abandono de estos principios marxistas básicos ha supuesto para el movimiento obrero internacional la más terrible de sus derrotas históricas. La mayor responsabilidad recae, sin lugar a dudas, sobre el estalinismo y su política de reniegos continuos y traiciones consumadas. No hay ni una sola de las grandes cuestiones sociales planteadas por la sociedad contemporánea, que no refleje la concienzuda y meticulosa tarea de falsificación llevada a cabo por ese ejército de contrarrevolucionarios profesionales.

Los planteamientos mecanicistas del oportunismo traidor en la así llamada cuestión nacional y colonial, muestran, y actualmente la guerra yugoslava constituye la enésima prueba de ello, cómo la burguesía y sus agentes una y otra vez intentarán confundir a los proletarios para que derramen generosamente su sangre, planteando como un fin en sí mismos unos objetivos que no son en modo alguno los históricamente suyos.
 

El marxismo ante el problema nacional y colonial

El oportunismo ante la cuestión nacional se ha presentado siempre bajo dos formas. La primera ha negado que la constitución del Estado nacional fuera uno de los factores históricos decisivos a la hora de consolidar los fundamentos del orden burgués contra el antiguo régimen feudal y eclesiástico. Ya Marx y Engels tuvieron que combatir contra estos planteamientos, incluso dentro de sus propias filas, que en un contexto europeo de revolución burguesa antifeudal consideraban a las nacionalidades y a las luchas de liberación nacional como prejuicios caducos. Recuérdese la polémica surgida en el seno de la Internacional, tal y como reflejan las cartas de Marx a Engels con fecha 7 y 20 de junio de 1866.

La segunda forma, que ha causado más perjuicios al movimiento obrero que el indiferentismo de la primera, reconoce en la formación del Estado nacional burgués un elemento de progreso histórico frente a formas sociales caducas, pero aplica mecánicamente este principio allí donde la forma burguesa es ya un hecho consumado e irreversible, y allí donde la lucha antifeudal y anticolonial está legitimada históricamente, difunden en las masas proletarias el sagrado respeto a una ideología nacional patriótica y popular, totalmente idéntica a la de sus aliados burgueses.

Ya desde los tiempos del Manifiesto encontramos expuesta la posición marxista acerca del apoyo proletario a la burguesía revolucionaria en lucha contra el antiguo régimen feudal: «En esta etapa, los obreros forman una masa diseminada por todo el país y disgregada por la competencia. Si los obreros forman masas compactas, esta acción no es todavía consecuencia de su propia unión, sino de la unión de la burguesía, que para alcanzar sus propios fines políticos debe -- y por ahora aún puede -- poner en movimiento a todo el proletariado. Durante esta etapa, los proletarios no combaten, por tanto, contra sus propios enemigos, sino contra los enemigos de sus enemigos, es decir, contra los restos de la monarquía absoluta, los propietarios territoriales, los burgueses no industriales y los pequeños burgueses. Todo el movimiento histórico se concentra, de esta suerte, en manos de la burguesía; cada victoria alcanzada en estas condiciones es una victoria de la burguesía».

Por tanto, al existir ya desde 1848 la doctrina y el partido del proletariado, existe la explicación teórica de las luchas nacionales a la luz del determinismo económico, y en ella se establecen los límites y las condiciones de tiempo y lugar para el apoyo a las insurrecciones y a las guerras estatales de independencia nacional.

Marx y Engels establecieron estos límites en el área europea occidental (exceptuando a Inglaterra, país ya plenamente capitalista) desde 1848 a 1871, fecha en la que el aplastamiento de la Comuna de París por parte de dos ejércitos nacionales enemigos, puso de manifiesto la coalición de todas las burguesías europeas contra el proletariado y el cierre definitivo de las luchas de liberación nacional en ese área geohistórica.

No obstante, hay un caso, el irlandés, que no se cerrará definitivamente, con sus bien conocidas deficiencias, hasta bien entrado el siglo XX, y al cual Marx y Engels dedicaron una gran atención, pues en efecto Irlanda podía considerarse como la primera colonia inglesa, y la influencia de esta cuestión sobre el movimiento obrero inglés era determinante: «La clase obrera inglesa no hará nada mientras no se separe de Irlanda. La palanca debe ser aplicada en Irlanda. De ahí que el problema irlandés tenga tan gran importancia para el movimiento social en general» (Marx. Carta a Engels del 10 de diciembre de 1869).
 

El caso irlandés

La referencia irlandesa es obligada por dos razones: en primer lugar nos suministra un ejemplo histórico, vivido y analizado directamente por Marx y Engels, de una lucha anticolonial y de liberación nacional en sus aspectos más claramente definidos, y en segundo lugar sirve para desenmascarar analogías que interesadamente se han establecido entre la historia irlandesa y la de otras zonas de Europa (País Vasco) y que presuntamente ofrecerían unas características de opresión nacional y colonial similares a las irlandesas.

Desde tiempos remotos Irlanda fue un territorio apetecido por toda clase de pueblos invasores. En las Islas Británicas, al remoto sustrato étnico preindoeuropeo, se le unieron las invasiones célticas que asimilando a la primitiva población aborigen suministraron un elemento étnico claramente diferenciado de los posteriores elementos invasores (germanos). Es en algunas zonas de Gran Bretaña (Escocia y Gales) y sobre todo en Irlanda donde la germanización de los aborígenes planteó más dificultades. La historia escrita irlandesa es la historia de las invasiones y de la resistencia a las mismas. Caerá definitivamente bajo el yugo inglés en el siglo XVII, y el burgués republicano Cromwell, abrirá las puertas a una particular limpieza étnica en la isla que continuará siglos después. La ocupación militar transformó a Irlanda en la primera colonia inglesa, impidiendo un desarrollo normal del comercio y de la industria.

Las bases para la posterior ruina económica de Irlanda y la masiva huida desesperada de millones de sus habitantes se fueron sentando durante estos años de máxima opresión y feroz represión de los levantamientos nacionales.

Así describe Marx, en uno de sus numerosos textos sobre la cuestión irlandesa, las raíces económicas de una verdadera opresión nacional y colonial: «d) Irlanda engañada y humillada al máximo. 1692 - 4 de julio de 1776. (año) 1698. El parlamento anglo-irlandés votó (como colonos sumisos) por orden de la madre patria un impuesto prohibitivo para la exportación de artículos de lana irlandesa al extranjero. 1698. En el mismo año, el parlamento inglés gravó la importación de productos irlandeses a Inglaterra y Gales con un impuesto alto y prohibió totalmente su exportación a otros países. Inglaterra aniquiló las manufacturas de Irlanda, despobló sus ciudades y echó a la población de nuevo al campo» (Marx. Proyecto de una conferencia sobre el problema irlandés. Dictada el 16 de diciembre de 1867 en la Asociación Cultural de Trabajadores Alemanes).

Más tarde incluso el campo sería un lujo demasiado grande para los campesinos irlandeses, tal y como refleja Marx citando al periódico irlandés The Galway Mercury: «La gente va desapareciendo rápidamente de la tierra en el oeste de Irlanda. Los landlors de Connaught están tácitamente combinados para desarraigar a todos los pequeños ocupantes, contra quienes se emprende una guerra regular y sistemática de exterminio... Diariamente se practican en esta provincia las más desgarradoras crueldades, cosa de la cual el público no tiene conciencia alguna» (Marx. The New-York Daily Tribune, 22 de marzo de 1853 y The People's Paper, 16 de abril de 1853). Por eso a medida que iba desapareciendo la población, iba aumentando el número de cabezas de ganado propiedad de los terratenientes. Los datos que nos suministra Marx son esclarecedores: «III. EL PROBLEMA DE LA TIERRA. DISMINUCIÓN DE LA POBLACIÓN. 1841 - 8.222.664 habitantes; 1866 - 5.571.971 habitantes. En 25 años una disminución de 2.650.693. 1855 - 6.604.665; 1866 - 5.571.971. En 11 años una disminución de 1.032.694. No sólo disminuyó la población, sino que al mismo tiempo aumentó el número de sordomudos, ciegos, inválidos, dementes e imbéciles con relación al conjunto de la población. Aumento del número de reses entre 1855 y 1866 (...) Por consiguiente, aproximadamente un millón de cabezas de ganado vacuno, porcino y ovino, sustituyó a 1.032.694 irlandeses. ¿Qué ocurrió con estos irlandeses? La estadística de emigración nos da la respuesta» (Marx. Proyecto de un discurso no pronunciado sobre el problema irlandés. 26-11-1867).

Esta emigración de los irlandeses desposeídos se dará sobre todo hacia Inglaterra y América. En Inglaterra es conocido el recelo con el que eran recibidos estos emigrantes por competir a bajo precio con los obreros ingleses. La Internacional dirigida por Marx y Engels, luchó decididamente en pro de la independencia de Irlanda y contra los recelos nacionales entre los trabajadores de ambos lados del Canal de San Jorge, pues éste era un requisito previo para la revolución social anticapitalista en Inglaterra.

Pero la atención de Marx y Engels no se centró única y exclusivamente en Irlanda. Su condena de las infamias colonialistas en África y Asia, y su apoyo a las luchas de liberación nacional en el siglo XIX (Polonia, Italia...), son de sobra conocidos, como lo es la crítica que dirigieron a la dirección burguesa de estos movimientos europeos (el irlandés incluido), poniendo en guardia al proletariado acerca de quién será el verdadero enemigo una vez que el estado nacional burgués sea una realidad. El peligro para la clase obrera se encontraba en sacrificar por esos intereses nacionales, una fuerza proletaria que estuviese ya desarrollada en base a un plan autónomo de clase, admitiendo que la doctrina y la política de la liberación nacional es un fin en sí misma, y forma eternamente un patrimonio común a burgueses y proletarios.

Como se ha señalado anteriormente este ciclo, en la Europa occidental y continental, se cerrará en 1871, precisamente tras el aplastamiento de la primera forma estatal proletaria que se dio en la historia: la Comuna de París. Desde este momento, los comunistas sólo tienen una perspectiva histórica en este área: LA DICTADURA DEL PROLETARIADO.

Por lo tanto, y a modo de breve resumen, estos son los puntos básicos que todo revolucionario marxista debe defender en esta cuestión:
- La organización social y estatal feudal constituye un obstáculo para la formación de la nación unitaria moderna burguesa.
- La unidad nacional es una necesidad histórica ya que el mercado interior único, la abolición de los estamentos feudales, el derecho positivo común para todos los ciudadanos, la existencia de una lengua nacional (¡importantísimo medio de producción!) son condiciones previas para el triunfo futuro del comunismo.
- El proletariado y sus organizaciones apoyan a la burguesía en la lucha por la liberación nacional, en un contexto de revolución antifeudal y anticolonial, por la implantación del modo de producción capitalista.
- En presencia de un marco social capitalista y mercantil, rechazo del proletariado de cualquier fórmula nacional y reivindicación política de la dictadura del proletariado y de la revolución comunista internacional.

El cierre definitivo de las luchas de independencia nacional en todo el área Europea ha dejado, no obstante, en pie, numerosos problemas menores. La persistencia de estos problemas, más que el agudizamiento de presuntas opresiones nacionales pone de manifiesto el grado de influencia que ideologías caducas y reaccionarias tienen sobre sectores, a veces considerables, de la clase obrera. Largos años de contrarrevolución han tenido como resultado, no sólo la inexistencia física del partido en casi todo el mundo, sino también el auge de movimientos antiproletarios que agitando la hoy falsa bandera de la liberación nacional han conseguido hacer pasar objetivos puramente burgueses, como si fuesen de interés proletario.

El nacionalismo vasco reúne estas características.
 

Los vascos. ¿Un origen misterioso?

No han escaseado ciertamente quienes han dedicado no pocos esfuerzos a la ardua tarea de buscar los orígenes de tal o cual grupo étnico. Y en la medida que una lengua ha quedado aislada de la familia lingüística que la agrupa, se recurre a teorías fantasiosas, que tienen más puntos en común con la mística que con la ciencia. Buscar los orígenes de los vascos equivaldría a buscar los orígenes de los pueblos indoeuropeos o de cualesquiera otros agrupados lingüísticamente. ¿Alguien puede afirmar taxativamente cuál ha sido el origen del primitivo lenguaje indoeuropeo, que agrupa a lenguas tan distantes como el sánscrito o el irlandés? Evidentemente la cuestión se simplifica mucho si se comprende que la especie humana forma una red inextricable, en la que todas las líneas están unidas entre sí. El cruce de distintas especies es estéril, por incompatibilidad genética, pero el cruce de razas es fecundo, por lo que tiene mucho más sentido científico y cabal hablar de los procesos evolutivos de la especie humana, más que hablar de los orígenes (dialécticamente negados) de éste o aquel grupo étnico particular. No obstante es un hecho innegable que unos grupos y otros poseen elementos diferenciadores, tanto en los rasgos fiso-anatómicos como en los medios de producción y superestructurales, pero estos elementos van siempre ligados a la adaptación al medio ambiente circundante, que es en definitiva el que condiciona sus relaciones económicas, sociales y religioso-culturales.

El elemento más claramente diferenciador de los vascos es indudablemente su lenguaje, cuya peculiaridad consiste en no haber sido emparentado oficialmente todavía (y no es un caso único) con ninguna familia lingüística conocida. Este factor ha sido uno de los pilares sobre los que se ha fundado el nacionalismo vasco y su consecuencia política, el separatismo tanto de Francia como de España y la pretensión, en realidad más propagandística que real, de formar un presunto estado nacional vasco.

El medio físico condiciona al hombre, y esto es válido también para los pueblos misteriosos. Hasta el momento no tenemos elementos de juicio para afirmar que los hombres del paleolítico que habitaban la cornisa cantábrica, eran los antepasados directos de una parte de los habitantes actuales. Pero sí podemos afirmar que el medio físico en el que desarrollaban su actividad ha proporcionado un modo de vida común al de otras zonas con características similares. Es más, en toda la zona franco-cantábrica, y en sus aledaños, la arqueología nos suministra elementos comunes a los de otras zonas de Europa: grupos humanos cazadores-recolectores, que habitaban en chozas y cuevas y que en estas últimas han dejado significativos restos de su peculiar manera de expresar sus anhelos y temores. En el País Vasco encontramos preciosas muestras de tal arte en las cuevas de Ekain, Santimamiñe o Alcherri, entre otras.

El así llamado patriarca de la etnología vasca, el cura Barandiarán, niega que durante la prehistoria el territorio vasco haya sido invadido por pueblos distintos al autóctono, explicando los cambios culturales, por contacto con otros grupos humanos, por lo que nos encontraríamos ante el pueblo más antiguo de Europa. Evidentemente lo que se esconde tras estas teorías es la afirmación de la pureza racial para sustentar las teorías nacionalistas, negando la existencia de algo a lo que ningún pueblo de la Tierra se ha podido sustraer: el mestizaje.

Los demás períodos prehistóricos posteriores (neolítico, metales, etc) nos ofrecen un panorama en el País Vasco, muy similar al que ofrecen las demás áreas peninsulares y europeas. No obstante, los monumentos megalíticos vascos presentan diferencias entre ellos, ya estén situados al sur (zona más bien llana, agrícola) o al norte (zona montañosa). Los del sur suelen ser más grandes y complejos en su elaboración, y en su interior se han encontrado restos más ricos en variedad y elaboración que los del norte. Tanto los restos pertenecientes al periodo neolítico como a la primera edad de los metales llevan la impronta de la influencia europea y peninsular.

Esto, obviamente sintetizado al máximo, es cuanto nos ofrece la arqueología prehistórica en Vasconia, y es hora ya de referirnos a las primeras fuentes históricas escritas.
 

Los vascos en la Antigüedad

Las referencias de los autores clásicos sobre los vascos, como en general sobre todos los pueblos que habitaban el norte de la Península Ibérica no son muy numerosas. No obstante se han conservado valiosísimos testimonios de primer orden que nos ofrecen una visión muy ajustada a la realidad en la que vivían aquellos grupos humanos.

La orografía y la climatología del norte peninsular confieren a esta región geográfica un carácter más o menos uniforme, en cuanto a medios de vida para los grupos humanos se refiere. Su montuosidad y su régimen pluvial determinaron una estructura económica que a razón de cuanto nos dicen los cronistas greco-romanos se podía englobar dentro del estadio medio de la barbarie con un marcado régimen matriarcal. La base económica de estos grupos humanos montañeses era esencialmente pastoril-agrícola y recolectora, de tal forma que el pan se fabricaba a base de las bellotas recogidas y molidas. Este terreno tan accidentado impuso una agricultura rudimentaria y pobre en variedad. Esto lo suplían los montañeses con frecuentes incursiones contra sus vecinos meseteños situados más al sur, ricos en grano y ganado.

Algunos autores clásicos, evidentemente prorromanos, cuentan que ésta fue la causa que pretextaron los romanos para declarar la guerra a los pueblos del norte (las famosas Guerras Cántabras), con el objetivo de proteger así a sus hipotéticos aliados. Algún autor moderno (Schulten) relaciona estas guerras con la insurrección de Aquitania en los años 29-28 a.d.C, ya que existe constancia histórica de vínculos estrechos (¿tal vez de tipo gentilicio?) entre Aquitanos y Cántabros. Pero al margen de esto, una razón suficientemente poderosa como para declarar la guerra a cántabros, astures y galaicos, era la existencia de importantísimos yacimientos de hierro (Cantabria) y de oro (Asturias). El sometimiento de las poblaciones nativas era el primer paso para la explotación comercial de estos recursos mineros y para suministrar la mano de obra esclava necesaria. La gran repercusión que tuvieron estas guerras cantábricas, hizo que esta región, hasta entonces incógnita para el mundo civilizado de la época, empezase a ser conocida.

A medida que la romanización fue progresando, estos pueblos fueron perdiendo parte de su fisonomía étnica y lingüística original, incapaces de contener por razones materiales el imparable y arrollador, pero a la vez civilizador, peso del latín, vehículo instrumental de la superioridad productiva y cultural del esclavismo romano.

Pero no todos los pueblos del norte sufrirían este proceso en la misma medida. Una serie de tribus conocidas más tarde con el nombre genérico de vascones, conservarán durante más tiempo su idiosincrasia étnico-lingüística. Los vascones, según los antiguos textos clásicos, eran los habitantes de lo que hoy constituye la totalidad de Navarra, una parte de Guipúzcoa, Logroño y Aragón. Junto a ellos habitaban una serie de pueblos tales como los autrigones, caristios y várdulos, que ocuparían el resto del actual País Vasco y buena parte de las regiones limítrofes.

Es un mito defendido interesadamente por los nacionalistas, la afirmación de la derrota romana ante los vascones. Pero lo cierto es que todo el sur del territorio vascón, rico en agricultura y ganadería, fue ocupado por Roma. El norte montañoso y con escasos recursos no atrajo el interés de los romanos, que tuvieron en Pamplona (Iruña en vasco, la "ciudad" por autonomasia), su límite urbano norteño de importancia. La participación de los vascones en el mundo romano no fue ciertamente escasa, del tal forma que aparecen menciones sobre soldados vascones sirviendo en las legiones romanas en los confines del imperio, y participando en los avatares políticos y en las guerras civiles tan comunes en la historia romana.
 

Consideraciones acerca de la lengua vasca

La dominación romana y la progresiva adopción del latín abrirían una fractura lingüística en el territorio de los vascones, pues junto al territorio vascón del sur romanizado quedaba la parte norte, en la que la influencia romana no fue tan intensa. Un fenómeno similar se dio en la otra vertiente de los Pirineos, en Aquitania, aunque cambiando las coordenadas geográficas, ya que en este caso la influencia latina tenía dirección norte-sur. Esto haría que la lengua y la toponimia vascas, junto al mayoritario elemento no indoeuropeo, incluya gran cantidad de préstamos latinos y romances, y en mucha menor medida célticos.

Algunos lingüistas afirman que la lengua vasca la configuran en realidad una serie de dialectos, emparentados entre sí, pero distintos unos de otros, de tal forma que muchas veces era imposible que se entendieran entre sí hablantes de distintos dialectos. Es, en cierto modo, un fenómeno análogo al existente entre las lenguas románicas o entre otros grupos lingüísticos conocidos. Lo cierto es que en fechas recientes, la Academia de la Lengua Vasca, en su Congreso de Aránzazu de 1968, y teniendo en cuenta estas diferencias dialectales, aprobó oficialmente los criterios para unificar artificialmente estos dialectos estableciendo el euskera batua, o vascuence unificado, basado en gran parte en el guipuzcoano.

Ya hemos comentado anteriormente que el vasco o los dialectos vascos, no han podido ser incluidos oficialmente, hasta la fecha, dentro de ninguna familia lingüística. Con otras lenguas, como el etrusco o el ibérico, por ceñirnos al occidente europeo, sucede algo parecido. La diferencia es que los dialectos vascos han seguido siendo lenguas vivas, si bien su área de uso ha ido restringiéndose, ciñiéndose al mundo rural con el paso de los siglos, debido a la existencia de otras lenguas que sí eran claros vehículos de relaciones productivas modernas, es decir, las lenguas románicas con las que convivía.

Pero el hecho de que oficialmente el vasco no haya sido incluido aún dentro de ninguna familia lingüística conocida no es una causa como para afirmar que nunca pueda establecerse dicha clasificación.

Decía Marx en la Miseria de la Filosofía, hablando de los trabajos de Rodbertus, que la primera condición para toda crítica es la ausencia de un criterio preconcebido. Muchos científicos, en materia lingüística, al igual que sucede con las demás ramas de la ciencia, tienen un límite establecido en sus investigaciones por sus propios intereses políticos, y en definitiva, de clase. De ahí que una cuestión, que aparentemente debería presentarse como inocua, el estudio comparativo de la lengua vasca, haya suscitado desde siempre intereses contrapuestos.

El marxismo no necesita, por cierto, servirse del argumento lingüístico para justificar la validez o no de una hipotética lucha nacional, ya que la lengua en sí misma no es más que un medio al servicio de las relaciones de producción, y éstas en el País Vasco, donde el arcaísmo y el modernismo siempre han convivido desde fecha remota, no se han fosilizado nunca, al contrario, han mostrado siempre un dinamismo del que han carecido, por circunstancias históricas que se verán en su momento, otras zonas presuntamente opresoras. Desde este punto de vista es como hemos abordado, con los materiales disponibles hasta la fecha, y contrastados convenientemente, estas consideraciones sobre el vascuence para confrontarlas con las manipulaciones de los amantes del exclusivismo racial.

Por simple deducción lógica, las lenguas más afines al euskera o vascuence deberían hallarse cerca de su área geográfica de difusión. Este área, la del vascuence propiamente dicho, no era ni mucho menos la actual. La toponimia de las regiones aledañas al País Vasco oficialmente reconocido ofrece elementos comunes con la vasca. Pero lo cierto es que fenómenos onomasiológicos de este tipo se dan prácticamente por toda la Península Ibérica, y también fuera de ella. ¿Una expansión vasca primitiva o más bien existencia de una familia lingüística pre-indoeuropea, de la cual el vascuence es el único representante actual en el occidente europeo? Todo parece indicar que se trata efectivamente de lo segundo.

A principios del siglo XIX, Wilhelm Von Humboldt fue uno de los primeros que, con rigor hegeliano, intentó aproximarse científicamente al tema de la clasificación del vascuence. Con anterioridad otros autores habían abordado esta cuestión, pero con una metodología que más tenía de mística que de científica, utilizando los textos bíblicos como soporte de sus teorías e incluso inventando neologismos propios, inexistentes en la lengua hablada, para otorgar al vascuence un carácter culto del cual carecía (los curas Erro y Larramendi).

Humboldt hace una exhaustiva y pormenorizada exposición de la toponimia y la onomástica prerromanas extraída de los textos clásicos y establece, si bien nunca con un carácter absoluto, interesantes y sugestivas etimologías con la ayuda del vascuence.

Para Humboldt el vascuence: «No pertenece a ningún grupo de pueblos aislado, desgajado de lejanos continentes, sino a un antiguo tronco de pueblos, ampliamente esparcidos, íntimamente entrelazados en los primitivos destinos de la Europa occidental» ("Primitivos pobladores de España y lengua vasca", pág.193. Ediciones Minotauro. Madrid 1959).

Con posterioridad a Humboldt, los lingüistas parecían encontrarse en un callejón sin salida. Era cierto que las hipótesis planteadas por Humboldt y por otros autores, eran sólidas, pero se encontraban con un hecho irrefutable: las inscripciones peninsulares en lenguas prerromanas no indoeuropeas, no sólo no se podían traducir con ayuda del vascuence actual, sino que ni siquiera se podían transcribir. Fue el arqueólogo Gómez Moreno el primero en transcribir en 1920 los textos en alfabeto ibérico a caracteres latinos. Pero pese a este grandísimo avance las inscripciones en la así llamada lengua ibérica siguieron sin traducción posible.

Recientes investigaciones (denigradas sin argumentación válida alguna por los círculos vinculados al nacionalismo vasco) han puesto de manifiesto la posibilidad de traducción de algunos de estos epígrafes. Veamos un ejemplo.

En la Sierra de Gádor (Almería) se encontró en una mina de galena, en el año 1862, una plancha de plomo con la siguiente inscripción, leída de derecha a izquierda tal como sigue:
lª línea: UDUORUDUINOMSTARIENMÜ IIIIIIIII
2ª línea: BISTEÜLESKEMSTARIENMU IIIIII
3ª línea: EKOÜLESKEMSTARIENMÜ IIII
4ª línea: ENÜLESKEMSTARIENMÜ III

Evidentemente esto no se corresponde, en apariencia, a ninguno de los dialectos vascos conocidos, por lo que a simple vista su traducción resultaría imposible. Pero si esas extrañas y largas palabras se segmentan la traducción no sólo es factible, sino que incluso es plenamente coherente con el lugar del hallazgo arqueológico. Se trataría de un balance de masas en una mina de galena, actividad que sería en gran parte responsable de la deforestación de esa parte del sureste español, ya que la fundición del mineral supuso el empleo de enormes cantidades de carbón vegetal, único combustible conocido en la época apto para tales tareas. Los posteriores análisis químicos de las escorias encontradas en fundiciones antiguas han confirmado la gran aproximación del balance ibérico y de la traducción con ayuda de los dialectos vascos.

1ª línea: UDUORU - uduri, cisco, carbón muy menudo en alto navarro y labortano; DUIN - duin, justo, suficiente, ajustado, en vizcaíno; OM - on, provecho, beneficio, ganancia, bien, en vasco; ST (A) (O) - zto, abundante, copioso, en vizcaíno; ARI - ari, hilo, filón, veta en vasco; EN - en, partícula de genitivo en vasco; MÜ - muin, meollo, médula en vasco.

La segmentación sería por lo tanto: UDUORU / DUIN / OM / ST / ARI / EN / MÜ IIIIIIIII. Y su traducción tal como sigue: 'Extracto de la veta rica. Aprovechamiento de las medidas de cisco, 9'. Las restantes líneas se traducirían empleando idéntica metodología.

Por lo tanto, y a medida que las investigaciones vayan avanzando sin criterio preconcebido, quedará en evidencia lo absurdo que es plantear como algo definitivo y sin apelación, al estilo de las verdades eternas del iluminado Dühring, la existencia de un pueblo sin conexión en el espacio y en el tiempo.

Los avatares históricos de los dialectos o lengua vasca han sido los de una lengua marginal, relegada al mundo rural y a menudo asociada antaño con la ignorancia y el embrutecimiento debido a esto, pero al contrario de cuanto ha sucedido con el irlandés (perseguido y castigado su uso por el invasor inglés) el vasco no ha sufrido nunca una rigurosa prohibición oficial, ya que incluso tras la exaltación de los "valores de la raza y de la lengua españolas" durante los primeros años de la dictadura fascista de Franco, lo cierto es que ya en los años 50 se dio cierta apertura a la difusión escrita en vascuence, y ya en los años 60 empiezan a aparecer las primeras ikastolas, escuelas en lengua vasca.

Es innegable el hecho de que el vascuence ha sufrido un proceso de marginación debido al hecho, apuntado antes, de no haber podido servir como vehículo de nuevas fuerzas productivas, ya que su lugar fue ocupado en primer lugar por el latín, y luego por sus variedades dialectales. Estos factores económicos son los que han ido propiciando el paulatino retroceso del vasco, tal y como sucedió en el valle navarro del Roncal, donde el dialecto propio, el roncalés, ha desaparecido debido a la importancia de la transhumancia ganadera hacia el sur de Navarra y el contacto y superioridad técnica de las lenguas romances. Otros factores económicos igualmente importantes para determinar el retroceso del vascuence fue la repoblación de amplios territorios ganados a los moros y el descubrimiento y colonización de América, tareas en las que participaron no pocos vascos, por no hablar de la más moderna emigración, factor de importancia económica donde lo haya.

Respecto a la literatura escrita en lengua vasca, su desarrollo ha sido reciente. Los primeros textos (en 1545 aparece el libro de poemas de Bernard Dechepare) están escritos en dialecto labortano (Labourd, Francia) y siempre por curas. Será a partir del siglo XVIII cuando el guipúzcoano, gracias al comercio de ultramar, y al declive comercial de Labourd, cobre mayor fuerza literaria, que siempre será marginal en comparación con la literatura en romance. En el siglo XIX hay un auge de la literatura profana frente a la religiosa, reflejo en la lengua vasca de los contrastes cada vez más vivos entre la dinámica burguesía de las ciudades y un mundo rural anclado en relaciones arcaicas. No es por eso ciertamente casual el apoyo, constatable igualmente hoy en día, dado por los curas al potenciamiento del vascuence. Y esto por intereses de dominación de clase. Para el clero, el euskera de las gentes sencillas e ignorantes es una lengua a proteger frente a la irrupción de otras lenguas extrañas, ya que de esta manera se les protege de la contaminación ideológica exterior, manteniendo el dominio material e ideológico de las clases dominantes y de la Iglesia: «Nuestra lengua posee aún otra virtud y otra ventaja más. Así como la sólida muralla rodea el prado o la viña, así se alza nuestra lengua en los confines del País Vasco. Ella protege nuestras acendradas creencias, nuestros buenos hábitos y todas las antiguas costumbres, al mismo tiempo que aleja de nosotros las falsedades de los vecinos, sus torpes acciones y las semillas dañosas y extranjeras» (Arbelbide. "Igandea edo Jaunaren Eguna". El domingo o el día del Señor. Citado por Ibon Sarasola, Historia Social de la Literatura Vasca, p.71). Este mismo autor cita otra interesante alocución del obispo Freppel a otro pueblo presuntamente oprimido, los bretones: «Gardez votre langue: elle sera une garantie pour vos moeurs et un préservatif pour votre foi» (Conservad vuestra lengua: será una garantía para vuestras costumbres y una protección para vuestra fe).

Ya hemos visto, a grandes rasgos, cual ha sido el curso pasado del euskera o de los dialectos vascos. La manipulación histórica en esta cuestión ha sido permanente desde la aparición del movimiento nacionalista a finales del siglo pasado, pues precisamente la cuestión de la unicidad de la lengua constituye uno de los pilares básicos de la epopeya nacional vasca, epopeya que no es en modo alguno un producto histórico, ya que ha sido creada manipulando groseramente la Historia para ponerse al servicio de ideologías caducas y archirreaccionarias.
 

El País Vasco en la Edad Media

El hundimiento del Imperio Romano y la irrupción violenta y a la vez regeneradora para un mundo decadente, de las tribus germánicas, tuvo los efectos característicos de un fuerte cataclismo social. La revuelta campesina de las bagaudae, que tuvo una incidencia general, sobre todo en la provincia Tarraconense y en el territorio vascón, fue en cierta medida la expresión de un descontento social que surge coincidiendo con los estertores de una forma social agónica.

Al igual que sucedió con los romanos, los nuevos invasores germánicos demostraron poco interés por ocupar un territorio montañoso y pobre en recursos. No obstante la zona sur vasca, fue ocupada militarmente por los visigodos, levantando fortificaciones para defender esta rica zona agrícola y ganadera, de las incursiones de los montañeses. Tal será el origen de la fortaleza de Victoriacum, que más tarde daría su nombre a la capital alavesa, Vitoria, fortaleza defensiva erigida tras derrotar a los vascones en el año 581.

En este periodo medieval primitivo, el cristianismo, surgido en Oriente sobre el tejido social del esclavismo romano, poco a poco irá desplazando los antiguos ritos paganos prerromanos. Es una característica, no sólo del País Vasco, sino de todas las zonas montañosas del norte peninsular, la pervivencia de estos ritos, cuya imagen, evidentemente distorsionada, ha llegado incluso hasta nuestros días. Pese a algunas versiones interesadas, lo cierto es que la cristianización del País Vasco, exceptuando la zona sur romanizada, fue lenta y tardía. Aún en el siglo XII el relato de un peregrino francés a Compostela, Aymeric Picaud, nos muestra un Saltus Vasconum (la montaña pirenaica navarra) nada piadoso con los cristianos. Es lógico que unas zonas que permanecieron al margen de las grandes corrientes económicas y sociales de la Antigüedad, se mostrasen más refractarias a admitir una ideología y unas creencias propias de un sustrato social del cual carecían.

De esta convivencia entre el cristianismo del sur que avanza, y el paganismo al norte que retrocede, han quedado interesantes reflejos en la literatura oral vasca. Así en las leyendas, los paganos o gentiles (gentillak) se presentan como seres con poderes extraordinarios y a menudo maléficos. También no deja de ser significativa la designación que en algunas zonas del País Vasco se emplea con respecto a los monumentos megalíticos, llamándoles Jentilleche (casa de los gentiles) o bien Jentilarri (piedra de los gentiles).

Llegará posteriormente la invasión-liberación (no se explica de otro modo su meteórica conquista de casi toda la Península) musulmana, ocupando Pamplona en el año 732. Más tarde, recobraría parcialmente su independencia, lo que sería el primer paso para la formación del futuro reino de Navarra, manteniéndose tributaria durante algún tiempo de los musulmanes. Será la invasión musulmana y la reconquista cristiana posterior, lo que dará una fisonomía particular al Medievo español que no comparte con ningún otro país de Europa. Marx lo expone como sigue: «En la formación de la monarquía española se dieron circunstancias particularmente favorables para la limitación del poder real. De un lado, durante el largo pelear contra los árabes, la península iba siendo reconquistada por pequeñas partes, que se constituían en reinos separados. Durante ese pelear se adoptaban leyes y costumbres populares (...) la lenta redención del dominio árabe mediante una lucha tenaz de cerca de ochocientos años dio a la península, una vez totalmente emancipada, un carácter muy diferente del que presentaba la Europa de aquel tiempo». (Marx. La España Revolucionaria. New York Daily Tribune, 9 de septiembre de 1854).

Es en este periodo donde se plasman y adquieren carácter de futura ley, las libertades locales, los FUEROS, que junto al surgimiento de nuevas unidades estatales (los distintos reinos peninsulares unificados más tarde en una monarquía absoluta), y la decadencia de las ciudades, condicionarán el devenir histórico no sólo del País Vasco, sino de toda España. Como reconoce Marx: «A medida que declinaba la vida comercial e industrial de las ciudades, se hacían más raros los intercambios internos y menos frecuentes las relaciones entre los habitantes de las distintas provincias, los medios de comunicación se fueron descuidando, y los caminos reales quedaron gradualmente abandonados. Así la vida local de España, la independencia de sus provincias y de sus municipios, la diversidad de su vida social, basada originalmente en la configuración física del país y desarrollada históricamente en función de las diferentes formas en que las diversas provincias se emanciparon de la dominación mora y crearon pequeñas comunidades independientes, se afianzaron y acentuaron finalmente a causa de la revolución económica que secó las fuentes de la actividad nacional» (Marx. Ibidem).

Paralelo a este proceso de atomización local foralista, se da el de la transformación del latín vulgar en los nuevos y dinámicos dialectos romances, que en Vasconia, surgiendo en zonas de bilingüismo de difícil delimitación, estrecharán cada vez más el cerco impuesto al vascuence por el latín. El romance se convierte en vehículo de comercio, en emblema lingüístico del desarrollo de las villas y ciudades. De tal forma que los comerciantes y los nobles vascos pronto empiezan a olvidarse del vascuence, símbolo plebeyo y vulgar, y en las cortes de Navarra y Castilla sólo se hablará romance. Incluso se utilizará la cuestión de la lengua como discriminante social, ya que se exigirá saber leer y escribir en romance para acceder a cargos públicos. Este tipo de disposiciones encerraba una doble trampa ya que los campesinos de habla romance tampoco sabían leer y escribir en su propia lengua materna, con lo cual el acceso a esos cargos públicos quedaba reservado siempre a las clases dominantes. Además, una clara prueba de la pérdida progresiva del carácter abierto que tuvieron las primitivas instituciones locales medievales en el País Vasco y en el resto de España, lo tenemos en la instauración de la elegibilidad a partir del dinero que se tenía. Así, en la villa de Azpeitia, en Guipúzcoa, a finales del siglo XV eran concejables 300 vecinos, de un total de 3.000. En el siglo XVIII, con 5.000 vecinos sólo eran concejables unos 50.

En este periodo medieval el País Vasco oscilará entre una y otra de las dos grandes unidades estatales influyentes en su territorio: Castilla y Navarra. Reflejo de ambas tendencias serán las guerras banderizas, que serán de esta forma algo más que una simple guerra entre clanes señoriales, como las que se daban en otras zonas de España o de Europa. La ayuda prestada por el poder Real de Castilla a las ciudades para contrarrestar la influencia nobiliaria se plasmará en la institución de las Hermandades, que en las provincias vascas serán un instrumento de primer orden para poner freno a la arbitrariedad señorial. La realeza favorecerá igualmente la fundación de villas con régimen especial, y no tardará en surgir la rivalidad entre estas villas de protección real y las anteiglesias, villas menores junto a los jaunchos o señores locales, y en este enfrentamiento se encuentra, en parte, el germen de las guerras carlistas del siglo XIX en el País Vasco.

Pese a la argumentación ofrecida en contra por los nacionalistas, lo cierto es que de la unión de las provincias vascas a Castilla, se beneficiaron enormemente el comercio en general y las clases dominantes en particular. El mantenimiento de los fueros locales y provinciales otorgó a las principales villas y ciudades vascas un instrumento poderosísimo para originar una primitiva acumulación de capital que posteriormente las convertirán en una de las zonas económicas e industriales más potente de España, si bien nunca se pudieron redimir del carácter atrasado que presentaron frente al desarrollo de otras ciudades europeas. Así mientras en Castilla la insurrección de las ciudades (La Guerra de las Comunidades en 1521) frente al absolutismo, redujo considerablemente el alcance económico de los fueros, sentando las bases para una ignominiosa decadencia económica y social, las provincias vascas tuvieron en el mantenimiento del régimen foral un factor de crecimiento económico de primer orden. Pero más tarde, con el surgimiento de nuevas relaciones productivas, capitalistas, este régimen foral se transformará en una traba para el desarrollo económico y social.

El estudio del contenido de los fueros pone de manifiesto las grandes ventajas económicas que ofrecían a las provincias vascas. Su estructura interna no sufre en realidad grandes modificaciones a lo largo de la existencia del régimen feudal, ya que surgen y mueren con él tras el advenimiento del moderno régimen capitalista. Echemos una breve ojeada a las ventajas del régimen foral, sin olvidar su ámbito restringido y su incompatibilidad con un mercado nacional unitario moderno. A la libertad de comercio y las barreras arancelarias junto a las aduanas internas, se le unen las exenciones aduaneras de cara al exterior y una menor presión fiscal. Las garantías personales también eran notables: instauración del habeas corpus, prohibición de confiscar los bienes del acusado. Los bienes son inembargables por deuda que no «proviniese de delito». Prohibición del tormento a los presos salvo herejía, lesa majestad, falsificación de moneda y sodomía. Régimen militar especial: exención del servicio militar en tiempos de guerra (así se contaba con una masa de jóvenes intacta ,en un periodo de guerras permanentes, para prevenir invasiones desde Francia)...

Será la supresión de este régimen foral, incompatible ya con las necesidades del moderno capitalismo, pero que era sumamente ventajoso para un sector de las clases dominantes vascas (la burguesía rural o jaunchos) lo que provocará un enfrentamiento armado, que no será un enfrentamiento nacional, como presenta la historiografía de cariz nacionalista, sino un choque social, de clases con intereses económicos contrapuestos.
 

Las Guerras Carlistas y el fin del régimen foral

Como hemos apuntado anteriormente, el País Vasco es una zona en la que modernidad y arcaísmo han coexistido desde tiempos remotos. Mientras que por un lado encontramos un desarrollo considerable en ciertas ramas de la industria (ferrerías famosas en toda España desde los siglos XV y XVI, e industrias navales), por otro, encontramos elementos agrarios de marcado arcaísmo, esto sobre todo en las zonas montañosas que imposibilitaban la adaptación en la misma medida de los avances técnicos originados en las grandes extensiones agrícolas de las zonas llanas.

Serán algunas villas principales las que, al amparo del especial régimen Real y foral que disfrutaban, empiecen a destacarse económicamente sobre el resto. Entre ellas Bilbao y San Sebastián (Donostia en vascuence). De ahí que el odio de los jaunchos y de las anteiglesias contra estas ciudades haya sido constante durante siglos. Antecedentes de estos conflictos, anteriores a las guerras carlistas ya aparecen en las machinadas del siglo XVIII. Es durante este siglo cuando se va a ir gestando un malestar en ciertos sectores sociales vascos, aquellos que quedaban excluidos de los grandes negocios de ultramar o que se veían afectados especialmente por ciertas medidas adoptadas durante el reinado de Carlos III (traslado de aduanas y aumento de la presión fiscal). Un factor importante digno de tenerse en consideración, y que ayudaría a comprender el estado de ánimo de un sector de la clase dominante rural (jaunchos) en este periodo, sería el hundimiento de las exportaciones de productos relacionados con el hierro debido a la competencia internacional, sobre todo sueca. Desde la Edad Media estos jaunchos fueron los propietarios de una gran parte de las ferrerías vascas, y férreos defensores del mantenimiento del régimen foral que les otorgaba un régimen muy favorable de cara a su mercado natural, el español. La supresión del régimen foral por parte del liberalismo burgués, pondrá a la jaunchería en pie de guerra.

Igualmente el campesinado, no sólo vasco, sino de otras zonas de España se alzará contra el liberalismo, pero por razones muy distintas a las del moderno proletariado. Las medidas desamortizadoras no contribuyeron a satisfacer la sed de tierra del campesinado pobre español, (para eso habría sido necesaria una Gran Revolución, pero España no era Francia), y la gran cantidad de tierras ofrecidas al mercado fueron a parar en su mayor parte a quienes poseían el dinero necesario para comprarlas, es decir, a la burguesía y a los grandes propietarios, que empeoraron la situación de los arrendatarios al aumentar las rentas. Junto a los terrenos eclesiásticos fueron expropiados muchos terrenos comunales, que contribuían a hacer más llevadera la áspera y miserable vida campesina. No fue ciertamente ajeno el País Vasco al revolucionamiento burgués de las relaciones de producción. El campesinado pobre, verdadera carne de cañón de las reaccionarias pretensiones del carlismo, vio en éste la única posibilidad de retorno a una precaria estabilidad que el liberalismo en su versión hispana le negaba. Una serie de medidas de tipo fiscal y económico impuestas por los gobiernos liberales constituyeron en realidad el mejor banderín de enganche para la causa carlista. La burguesía y las ciudades se enfrentaban al campo, y este enfrentamiento llevaba implícito el fracaso de la burguesía liberal española para vincular históricamente los intereses de un campesinado mayoritario a los del movimiento de las ciudades. Así lo recoge Marx, citando al nada sospechoso de revolución general Morillo: « (...) si las Cortes [de 1820-23] hubieran aprobado la ley de los derechos señoriales y desposeído, en consecuencia a los grandes de sus fincas rústicas en favor de las multitudes, el duque [el Duque de Angulema que dirigió la expedición absolutista de los "Cien mil hijos de San Luis"] se habría enfrentado con amenazadores ejércitos, nutridos de fuerzas patrióticas que se habrían organizado espontáneamente, como sucedió en Francia en circunstancias análogas» (Marx. La España Revolucionaria. 21 de noviembre de 1854).

Del mismo texto extraemos esta otra citación que Marx reproduce del libro Guerra Civil en España, escrito por el general San Miguel en 1836: «Los numerosos decretos de las Cortes encaminados a mejorar la situación material del pueblo no podían dar con tanta rapidez los resultados inmediatos que requerían las circunstancias. Ni la reducción de los diezmos a la mitad ni la venta de las fincas de los monasterios contribuyeron a mejorar la situación material de las clases agrícolas inferiores. La última medida, por el contrario, al poner la tierra de manos de los indulgentes frailes en manos de los calculadores capitalistas, empeoró la situación de los antiguos arrendatarios, debido a la elevación de las rentas, con lo que la superstición de esta numerosa clase, instigada ya por la enajenación de los bienes de la Iglesia, obtuvo más pábulo por el impacto de los intereses materiales lesionados».

De esta forma, en 1833 el choque político entre las dos formas sociales se traduce en choque militar, comenzando la así denominada Iª Guerra Carlista al morir Fernando VII, ese rey al que «le tenía sin cuidado jurar en falso, ya que disponía siempre de un confesor presto a concederle la plena absolución de todos los pecados posibles» (Marx). Pero en España, la revolución burguesa llevará, paradójicamente, el sello monárquico. Marx explica esta paradoja como sigue: «Debido a las tradiciones españolas, es poco probable que el partido revolucionario triunfara, de haber derrocado la monarquía. Entre los españoles, para vencer, la propia revolución hubo de presentarse como pretendiente al trono. La lucha entre los dos regímenes sociales hubo de tomar la forma de pugna por intereses dinásticos opuestos. La España del siglo XIX hizo su revolución con ligereza, cuando pudo haberle dado la forma de las guerras civiles del siglo XIV. Fue precisamente Fernando VII quien proporcionó al partido revolucionario y a la revolución un lema monárquico, el nombre de Isabel, en tanto que legaba a la contrarrevolución a su hermano Don Carlos, el Don Quijote de los autos de fe» (Marx. Ibidem). De aquí el nombre de carlistas para designar a los partidarios de la reacción antiliberal y clerical, y el de isabelinos para designar a los liberales, que en un primer momento recibieron el nombre de cristinos en referencia a la regencia de María Cristina.

En el País Vasco el desarrollo de la Iª Guerra Carlista puso de manifiesto el enfrentamiento, gestado desde hacía mucho, entre Bilbao, San Sebastián, Pamplona, Vitoria... por un lado, frente a las villas menores y las aldeas. Donostia cumplía en Guipúzcoa el papel que Bilbao desempeñaba en Vizcaya: «San Sebastián vivió durante casi un siglo, en franca pugna con el resto de la provincia. Guipúzcoa era principalmente agrícola. San Sebastián principalmente marítima y comercial. Los elementos directores de San Sebastián habían hecho sus fortunas con el ejercicio del comercio. Los prohombres de Guipúzcoa eran los mayores terratenientes de la provincia, poseedores de los grandes vínculos heredados. Los donostiarras eran suministradores. Los guipuzcoanos, consumidores. San Sebastián quería las aduanas en la frontera como lo estaban entonces durante el trienio constitucional [1820-23, ndr]. Guipúzcoa las quería en el Ebro y el tránsito libre con Francia. San Sebastián necesitaba la unificación política. Guipúzcoa se aferraba a sus instituciones autónomas. San Sebastián era proteccionista. Guipúzcoa librecambista. San Sebastián liberal y progresista. Guipúzcoa absolutista» (José Múgica, "Carlistas, Moderados y Progresistas", citado por Juan José Solozabal. "El primer nacionalismo vasco", pág.266. Tucar Ediciones. Madrid).

Ciertos documentos de la época muestran claramente el carácter burgués y comercial de las grandes ciudades vascas y su choque con el mundo rural, y dan, en gran medida, la explicación a la primitiva acumulación de capital que se realizó en el País Vasco. Así, la "Memoria justificativa de lo que tiene expuesto y pedido la ciudad de San Sebastián para el fomento de la industria y comercio de Guipúzcoa", redactada en 1832, precisamente en un periodo de contracción comercial debido a la pérdida de las colonias americanas, tras examinar los títulos de propiedad, señala que: « (...) los gastos de la primera adquisición se costearon o por un ferrón emprendedor, o por un comerciante establecido en América, o por un navegante, que en la clase de maestre, de capitán, de general, de gobernador de alguna Isla o Provincia, hizo su caudal que trajo al país, o por un prelado o clérigo que debió acaso su carrera, si no su Dignidad, a los medios y a los servicios de sus parientes empleados en la navegación o en el comercio, o tal vez por algunos de los empleados en los dominios inmensos de la corona de Castilla, que no ha mirado como advenedizos a los naturales de este país, sino como a hermanos de los demás españoles. Hemos examinado bastantes títulos de esos, hemos hallado que su origen es siempre alguno de los que van indicados, y estamos por ver uno solo en que conste que los beneficios de la agricultura hayan provisto los fondos para alguna adquisición de importancia, o para uno de los desmontes, construcciones y fábricas de consideración» ("Memoria..." pág.35-36. Citado por

Solozabal, op.cit. pag.268). Este texto, redactado en la víspera de la Iª guerra carlista, pone de manifiesto, además, el temor de la burguesía vasca a quedarse aislada ante la hostilidad, cada vez más manifiesta del mundo rural circundante, plenamente consciente de que su destino está ligado al del resto de la España liberal y burguesa.

Pero la Memoria también recoge el sentimiento antiforal existente: «El hecho es que no hay ni puede haber comercio ni industria en el estado actual de cosas; que sin comercio no puede subsistir esta Ciudad; que el único medio de obtener esta manera de subsistir, es consentir en una mudanza administrativa, y entonces la verdadera cuestión es la siguiente ¿ha de mantenerse el sistema presente que destruye el comercio imposibilitando en el hecho su ejercicio, o ha de consentirse en una mudanza de resguardos que deje expedita la facultad de comerciar; ha de sacrificarse la existencia de las clases comercial e industrial a la conservación de las prácticas del país, o ha de sacrificarse alguna de esas prácticas a la conservación de los comercios e industrias? (...)» (pag.114. Solozabal, op.cit.pag.270).

Bilbao y San Sebastián, por su gran influencia económica, fueron desde el comienzo de la primera guerra carlista un objetivo prioritario. Fue en Bilbao donde el genio militar del general carlista Zumalacárregui, fracasó ante la bien defendida capital liberal, en cuyo sitio, en 1835, perdería la vida, y el carlismo a su mayor estratega militar. El asedio y la resistencia bilbaína tienen un contenido simbólico de primer orden, ya que ilustra perfectamente el fracaso de un viejo mundo que se desmorona ante la solidez inconmovible de nuevas relaciones productivas.

La guerra continuaría con algún que otro episodio de fugaz peligro para la capital del reino, Madrid, que en 1837, tuvo a los carlistas en sus mismas puertas. Por lo que respecta al País Vasco, en 1839 el Acuerdo de Vergara serviría como fórmula de compromiso en la que se reconocían ciertos aspectos del régimen foral en Navarra y en el País Vasco. A esto se opondrá la burguesía donostiarra, ya que no se daba una solución válida al problema de las aduanas ni se contrarrestaba el gran peso político de los jaunchos en las juntas provinciales guipuzcoanas. Bilbao se mostrará más proclive al pacto, ya que el carecer de una ubicación fronteriza terrestre y el hecho de haber sufrido un durísimo asedio que influyó muy negativamente en la marcha de su economía, le predisponían al compromiso ante el peligro, en realidad más infundado que real, de una nueva guerra contra la jaunchería y una masa campesina hostil. En realidad el espíritu del Acuerdo de Vergara era el de atacar a fondo la estructura del régimen foral, manteniendo una fachada de conservación del mismo, para acallar los recelos de la masa social del carlismo. De ahí que la burguesía liberal no se pronunciase directamente contra los Fueros, pero de hecho los fue privando progresivamente de contenido ya que una serie de disposiciones forales, importantes, pero anacrónicas en un marco social y económico cada vez más capitalista, fueron suprimidas. Así sucedió con el servicio militar que se hizo obligatorio como en el resto de España; los impuestos que harían que se revisaran los privilegios fiscales vascos; la derogación de ciertos derechos ciudadanos incompatibles con una constitución burguesa (según la ley foral solo los hidalgos ricos podían ser elegidos para los cargos públicos); supresión del pase foral (una protección contra los abusos del poder central, clara reminiscencia medieval que chocaba contra el centralismo, necesario para el régimen burgués); y la aplicación del régimen judicial español y el traslado de las aduanas, situándolas en la frontera con Francia.

La incompatibilidad del sistema foral con las necesidades del mercado nacional e internacional era, pues, manifiesta. Pero no obstante serían necesarias otras tres décadas para que el sistema foral fuese definitivamente liquidado en 1876, tras finalizar la IIª y última guerra carlista.

Mientras tanto, la particular revolución burguesa española proseguía su lento avance. Ya hemos visto cómo explicaba Marx el carácter dinástico del liberalismo español: «Bajo tales banderas se llevó la lucha desde 1831 hasta 1843. Luego hubo un final de revolución, y a la nueva dinastía se le permitió probar sus fuerzas desde 1843 hasta 1854. De este modo, la revolución de julio de 1854 llevaba implícito necesariamente un ataque a la nueva dinastía; pero la inocente Isabel estaba a cubierto, gracias al odio concentrado contra su madre; y el pueblo festejaba no sólo su propia emancipación, sino la emancipación de Isabel, liberada de su madre y de la camarilla» (Marx. La revolución en España. New York Daily Tribune, 18 de agosto de 1856). Pero pronto se demostró qué intereses defendían realmente Isabel II y las clases sociales que amparaban su mandato: «En 1856, el velo había caído, y era ya la misma Isabel quien se enfrentaba con el pueblo mediante el golpe de Estado que fomentó la revolución. Con su fría crueldad y su cobarde hipocresía se mostró digna hija de Fernando VII, el cual era tan dado a la mentira que, a pesar de su mojigatería, jamás pudo convencerse, ni con la ayuda de la Santa Inquisición, de que personajes tan eminentes como Jesucristo y sus apóstoles dijeran la verdad» (Marx. Ibidem). Marx expone igualmente el papel desempeñado por el ejército como instrumento de la burguesía liberal, un ejército que en 1856 ya había concluido su misión revolucionaria. De ahí la conclusión de Marx: «La próxima revolución europea encontrará a España madura para colaborar con ella. Los años de 1854 a 1856 han sido fases de transición que debía atravesar para llegar a esta madurez». (Marx, ibidem). Paralelamente a esto, la transformación de la arcaica estructura económica española empezaba a tomar cierta envergadura, y el País Vasco no podía sustraerse a la tónica general. No obstante los conflictos que conllevó la coexistencia del régimen foral con las necesidades del moderno capitalismo, tuvieron su reflejo en el parlamento. Los jaunchos, que no habían perdido su representatividad, prueba de que seguían conservando gran parte de su influencia económica y política, acogiéndose a la ideología del fuerismo, clamaban contra una serie de disposiciones que, según ellos, atentaba contra los intereses vascongados. Una de ellas fue la Ley de Instrucción Pública del ministro Claudio Mollano, que imponía una enseñanza unificada. Los jaunchos exigían que fuesen las Diputaciones (controladas por ellos), las que nombrasen a los maestros. La pretensión era obvia: se trataba de manejar un arma ideológica de primera magnitud, la escuela, para ponerla al servicio de unos intereses de clase determinados y de esta manera contraponerla al avance de nuevas y perniciosas ideas. Los temores de los jaunchos, que en este sentido eran los de la burguesía española y europea, estaban fundados, pues un espectro recorría Europa: «¿Veis asomar en el horizonte, hacia la parte del Mediodía, un espectro sangriento y monstruoso? Pues ese espectro es la Revolución, con sus atavíos de socialismo, del cual ya hemos visto hasta ahora algunos engendros. Si ese espectro llega a ser cuerpo, si ese espectro avanza, estad seguros de que la Reina, los hombres de bien, la sociedad que se trate de destruir, encontrarán uno de los núcleos de resistencia en las Provincias vascas» (Discurso del diputado fuerista Barroeta Aldamar en 1864. Citado por Maximiano García Venero, Historia del nacionalismo vasco, pág.213).

No obstante ciertos aspectos del modernismo si serán bien vistos por la jaunchería. Es el caso de la construcción del ferrocarril en las provincias vascas. En 1846 y en 1849 hubo alzamientos carlistas en Cataluña y Valencia (los matiners) sin despertar ningún entusiasmo en el País Vasco y Navarra. La concesión del ferrocarril a Vizcaya tuvo lugar en 1845. En 1860 tuvo lugar un levantamiento carlista en San Carlos de la Rápita, Andalucía, dirigido por el mismísimo pretendiente Carlos VI en carne y hueso. Este alzamiento, que fracasó estrepitosamente, no fue secundado tampoco en lo más mínimo por sus correligionarios vascos y navarros. Precisamente debido a la concesión, en 1860 estaba en plena construcción la línea férrea Madrid-Irún. La complicidad de los carlistas norteños con el gobierno liberal no es de extrañar, ya que las ventajas económicas que el ferrocarril traía consigo no eran nada desdeñables, ni siquiera para los más refractarios al progreso. De cualquier modo cabe preguntarse cuál era la fuerza social de los jaunchos para poder arrastrar en beneficio propio, ingentes masas campesinas. La respuesta se encuentra en las relaciones de tipo caciquil, fenómeno que se dio por toda España pero agudizado por la cuestión de los fueros en el País Vasco. El jauncho o cacique, era el influyente propietario rural, y sus relaciones con sus vecinos, eran las de todo propietario con sus arrendatarios: «Si se analizan una serie de contratos de arrendamiento de mediados del siglo XVIII en la zona de Azpeitia, se observa rápidamente que los inquilinos de los caseríos estaban sometidos a condiciones que recuerdan en mucho a las "corvées". El inquilino de un caserío cualquiera del mayorazgo de Loyola comenzaba por pagar las décimas al patrono de la iglesia (que era el mismo señor de Loyola) y una cantidad fija en especie que gravaba su producción; después, además, debía trabajar para el señor, haciéndole carbón, vigilándole sus viveros, plantándole árboles o llevándole la mitad de las manzanas del año a la plaza que aquel o su administrador le señalasen» (Alfonso de Otazu y Llana. "El igualitarismo vasco: mito y realidad", pág.389-390).

Hay otra versión interesadamente descafeinada de las relaciones entre propietarios y arrendatarios, que nos presenta un panorama idílico donde la crudeza de las relaciones económicas es sustituida por un irreal paternalismo: «Aquí el propietario lejos de ser un tirano del colono, es un protector, un amigo, un padre (...). El paño de lágrimas del inquilino es siempre el propietario [sic] que le auxilia en sus necesidades, le consuela y visita en sus enfermedades, le defiende cuando se ve atropellado [¿por quién? ndr] y le aconseja cuando tiene necesidad de consejo» (Antonio de Trueba. Organización Social de Vizcaya en la primera mitad del siglo XIX, pág.612. Bilbao 1870. Citado por Solozabal, op. cit. pág.250). Evidentemente esto no es más que una manera harto grosera de disimular la explotación económica del colono por el propietario, que constituye la razón de ser económica de este tipo de relación en cualquier lugar de la Tierra.

A la situación de opresión por parte de los jaunchos en la que vivían gran parte de los arrendatarios y pequeños campesinos propietarios vascos, se añadió el cataclismo social provocado por la pérdida de los terrenos comunales y los efectos de la gran industria capitalista sobre la frágil estructura de la industria rural. Sin embargo, fue fácil para los señores locales, desviar la tensión social con ayuda de los curas, hacia el enemigo liberal, en un proceso que recuerda, en cierta medida, a La Vendée durante la Gran Revolución francesa. Fue en esta ocasión donde por vez primera la conservación de la lengua vasca se mostró como un factor político de primer orden, ya que los jaunchos y los curas se dirigían a la masa campesina en su lengua materna, la única que entendían, lo cual unido a la capacidad de presión económica de los propietarios, en un periodo donde el aumento de la población hacía escasear las casas y la tierra, y a la incapacidad, señalada antes, de la burguesía liberal para ligar sus intereses con los del campesinado, hizo que el carlismo y los intereses sociales que lo sustentaban, contasen con unas masas campesinas dispuestas a todo con tal de volver al sistema foral genuino, que el menos les garantizaba una existencia, mísera pero estable.

Las amenazas constantes para el régimen foral y las clases beneficiadas por él, se plasmaron, tras la "Revolución de 1868" y el acceso al trono español de Amadeo de Saboya, en la Segunda Guerra Carlista, que continuó después de la abdicación de Amadeo de Saboya, el primer rey huelguista, como ironizaba Engels. En ella, vemos una repetición del drama social que tuvo lugar treinta años antes, aunque en esta ocasión, hubo mayor participación en el bando carlista de sectores de la pequeña burguesía arruinada. Las capitales vascas y Pamplona, como en 1834, se mantuvieron liberales, mientras que el resto del territorio apoyó en masa al carlismo. El bilbaíno Miguel de Unamuno refleja en su magistral Paz en la guerra la polarización de la sociedad vasca en este periodo, ligando los intereses de las clases enfrentadas a los avatares de dos familias, los Arana (liberales) y los Iturriondo (carlistas). Los fundamentos ideológicos de estos últimos los expresa bien Unamuno: « ¿Qué es lo que esperaban cuando la sociedad se derrumbaba, les amenazaba el caos y se acercaban las aguas del diluvio; cuando estaba la religión de sus padres oprimida, la patria ultrajada, la monarquía legítima vilipendiada y amenazada la propiedad; cuando se lamentaba el sacerdote mendigando su sustento, gemía la virgen del Señor y los amos de negros de Puerto Rico eran amenazados en sus intereses? ¡Vencer o morir!». Tal era el estado de ánimo que movía a las masas carlistas, y que produjo la aparición de fenómenos atávicos de fanatismo criminal, como las partidas guerrilleras del Cura Santa Cruz, que en realidad no fueron sino la expresión desesperada de un régimen condenado por la historia a desaparecer.

Las guerras carlistas fueron liquidadas definitivamente en 1876, y es a partir de este periodo cuando, una vez suprimidos los obstáculos forales para la industrialización, la gran acumulación de capital realizada por la burguesía vasca se plasme en un desarrollo vertiginoso de la actividad industrial y comercial. Ello supondrá el triunfo definitivo del mundo moderno y mercantil sobre una sociedad rural tradicional, y la aparición de nuevos conflictos de clase y sus exponentes políticos.
 

(continuará) (1ª parte) [ 2 - 3 - 4 - 5 ]

 
 
 
 
 
 
 


Revolución y cuestión campesina en México
Reunión general de Florencia - septiembre 1995
 (1ª parte) [ 2 ]



LAS CIVILIZACIONES ANTIGUAS

A diferencia con los ingleses y franceses, que en Norteamérica se encontraron frente a poblaciones todavía primitivas, organizadas en pequeños núcleos y dedicadas en parte al nomadismo, la colonización española en el Centro y Sur de América tuvo que enfrentarse con avanzadas e importantes civilizaciones.

En el primer caso, los territorios colonizados fueron simplemente arrebatados a sus habitantes primitivos y estos exterminados o expulsados de sus tierras. Implantándose a continuación una organización social y un modo de producción que era el reflejo del de la metrópolis de origen, tan distinta a las sociedades y a las culturas de las poblaciones indígenas que era imposible su integración en el sistema colonial. Esto no sucedió, en cambio, en los territorios conquistados por España en los que la estructura de la colonia se afianzó y se instauró sobre la organización social y el modo de producción de las poblaciones autóctonas.

Se trata en América Central de las "Civilizaciones del maíz", cereal de elevado rendimiento productivo y características nutritivas suficientes para mantener a numerosas poblaciones y para suministrar los excedentes necesarios para que surja una civilización.

Las sociedades más antiguas de las que quedan restos son la de los Mayas en la parte sur del país, hasta la actual Guatemala y Honduras, y la Olmeca en la zona central del país. De ésta se reconocen restos del 1000 a.C.. Más tarde encontramos la sorprendente civilización de Teotihuacan, ciudad del altiplano, que allá por el año 500 d.C. se extendía sobre un territorio de 20.000 Km2. y tenía aproximadamente 200.000 habitantes, siendo quizás en aquella época la ciudad más poblada del mundo. Fue saqueada y destruida en torno al 700 d.C., no se sabe por obra de qué población.

Posteriormente encontramos a los Toltecas de quienes derivan directamente los Aztecas, o mas propiamente llamados Mexicas. Estos, estableciéndose a principios del año 1300 en el valle donde actualmente se encuentra Ciudad de México, en dos siglos construyeron la potente ciudad de Tonochtitlan en el centro de un inmenso imperio que llegaba hasta los territorios de los Mayas, civilización ya en plena decadencia.

Los primeros españoles, estupefactos por su belleza, describieron la ciudad como construida sobre un archipiélago de islas en el gran lago, hoy casi completamente desecado. Ellas constituían los barrios y algunas eran destinadas a huertos y jardines, unidas por puentes móviles por razones de defensa (de tal modo quedó impresionado el mismo Cortés). La estructura urbana se desarrollaba siguiendo líneas rectas, signo de una atenta planificación. En el centro de la ciudad se encontraba el palacio del Tatloani, la suma autoridad política y religiosa de los Aztecas, el templo mayor y la gran plaza del mercado, centro de la vida social. El lago estaba entrecortado por diques y palizadas con cierres para controlar los desbordamientos en las estaciones de las lluvias y para dividir el agua dulce del agua salada, mientras que dos acueductos conducen el agua potable. A orillas del lago y mas allá en el inmenso valle se ubicaban otros placenteros núcleos urbanos.

Respecto a la estructura social de las civilizaciones mesoamericanas, la célula productiva originaria base era la comunidad constituida por varios núcleos familiares, siendo esta comunidad titular de los derechos sobre la tierra. La tierra, poseída en común, llamada Calpulli, era distribuida en usufructo entre las familias en la extensión necesaria para satisfacer sus necesidades. Tal asignación duraba mientras que la tierra era trabajada y producía dentro de los límites de las necesidades de la familia, de otro modo decaía y la tierra era redistribuida. Las obligaciones hacia la comunidad consistían en un tributo en productos y prestaciones de trabajo para las actividades comunes. La comunidad era administrada por jerarquías de ancianos y por un jefe elegido que tenía la tarea de la redistribución periódica. El hombre prehispánico se identificaba con la comunidad de forma completa rechazando toda concepción individual de vida; la manifestación más alta de este sentimiento era el sacrificio de la propia vida a los dioses, para asegurar a la comunidad su protección.

La producción agrícola generaba importantes excedentes: sobre este núcleo productivo de base, las comunidades campesinas, se construyó en aquel tiempo la arquitectura de las grandes civilizaciones. Surgieron grupos sociales no campesinos, castas militares y sacerdotales, con rangos y privilegios bien marcados, organizados en estructuras piramidales dotadas de una fuerte burocracia.

Las sociedades más rígida y centralmente estructuradas supieron constituir fuertes ejércitos y someter a los otros. Las conquistas militares permitieron la adquisición de nuevos territorios, el flujo de ulteriores tributos por parte de las poblaciones sometidas e hicieron crecer la población esclavizada destinada a la producción.

Paulatinamente una parte de las tierras cultivables pasó de estar en manos de los campesinos a las de los sacerdotes, de los jefes militares, de la burocracia y de la nobleza ligada a la familia del Tatloani. Se constituyeron así grandes propiedades terratenientes llamadas Pilalli, donde eran empleados esclavos o trabajadores sometidos. Este proceso estuvo acompañado por un progresivo aumento de tributos impuesto a las comunidades campesinas y acabó por crear una notable concentración de la riqueza en manos de las clases superiores, mientras se determinaban estratos sociales completamente empobrecidos.

A la llegada de los españoles, los Aztecas no sólo tenían el odio de las poblaciones sometidas o enemigas que resistían en los confines del imperio, sino que todo hace pensar que un fuerte elemento de debilidad se daba dentro de aquella sociedad, dadas las fuertes contradicciones, el descontento y las tensiones sociales, y por tanto esta situación evolucionaba rápidamente llevándola al declive, como había sucedido en las civilizaciones precedentes, a pesar del esplendor y la riqueza que ostentaban.

Ciertamente, un fuerte límite en el sentido de un progreso hacia formas más evolucionadas de organización social, venía dado por el hecho de que como civilización predominantemente agrícola permanecía bloqueada en el desarrollo de otros cultivos fundamentales aparte del maíz por la ausencia de animales de tiro e importantes para la alimentación, como bovinos, porcinos y ovinos, mientras que se estaba todavía en los albores del descubrimiento de la rueda. Además, pese a conocer el uso y la elaboración de los metales, aquellas regiones estaban desprovistas de hierro que, por sus características de dureza y resistencia, ha constituido en todas partes uno de los factores fundamentales para el desarrollo de la civilización humana.

En todo caso, cualquier evolución de la civilización Azteca fue bloqueada por la llegada de los europeos.
 

EL PERIODO DE LA CONQUISTA Y LA SOCIEDAD COLONIAL

Movidos por la necesidad de encontrar nuevas rutas comerciales y con el fin de descubrir yacimientos de metales preciosos para financiar la expansión imperial, los colonizadores españoles llegados a México no dudaron en exterminar poblaciones y aliarse con los enemigos de los Aztecas para llevar a cabo la conquista, hasta la destrucción total del imperio Azteca, apoderándose de un territorio inmenso. La España del siglo XVI, país ya económicamente dependiente de las otras potencias europeas, encontró en las colonias de ultramar un recurso notable para retrasar en un siglo su declive convirtiéndose más tarde en una de las causas de este declive.

En la conquista (plagada de masacres y saqueos), durante el primer periodo predominaban los jefes militares "conquistadores". Los indígenas intentaron en vano una resistencia a la represión tan bestial que por poco pudo conducir, como en las Antillas, al exterminio de toda la población.

Los conquistadores ocuparon las tierras con la fuerza de los derechos concedidos por la Corona que estimulaba el interés personal para extender y consolidar la conquista. Estaba muy claro que la fuente de subsistencia de la colonia de ultramar era principalmente la producción agrícola de los indios. Por esto, cuando la Corona comenzó a tomar el control a través de su aparato militar y burocrático-administrativo, se volcó en una política de protección de las comunidades indígenas y de la tierra que estas poseían. Terminaba así el extrapoder de los conquistadores, algunos de los cuales acabaron en desgracia como el mismo Cortés. Se promulgaron disposiciones y leyes que castigaban los malos tratos, los saqueos y los abusos sobre los indios e introdujeron en los sistemas jurídicos de la colonia española la institución de la propiedad comunitaria de la tierra destinada a las poblaciones indígenas. Una ordenanza de 1567, creando el "fondo legal de las comunidades", definía la extensión de tierra a la cual la comunidad campesina tenía por ley derecho y fijaba las distancias de las villas en las que se habrían debido mantener los confines de las propiedades privadas. Esta propiedad comunal fue llamada Ejido, institución posteriormente abolida, refundada después tras la revolución campesina del 1919, y hoy nuevamente amenazada por la política "neoliberalista" de los recientes gobiernos.

Se puede decir que la Corona española, interesada principalmente en la explotación de los recursos mineros del nuevo mundo, se predispuso desde el inicio a la conservación del status quo económico heredando y haciendo propio el sistema "despótico-tributario" de la sociedad prehispánica sustentada sobre la economía rural de la comunidad campesina. Junto a ésta se mantenía el latifundio privado, conocido por los Aztecas, pero la Corona española, ya en conflicto con la nobleza y la aristocracia en la metrópoli, intentaba impedir la afirmación de una potente clase terrateniente en la colonia. Se opuso así la Corona a toda iniciativa de los colonizadores que pudiese escapar a su control y pusiera en peligro la estructura tributaria y monopolista de la producción y del comercio. Fue obstaculizado con todos los medios el surgimiento de señores feudales, así como de centros capitalistas en la producción y el comercio.

Fue característica la institución de la encomienda que predominó durante los siglos XVI y XVII. Consistía en la asignación de un territorio determinado junto con la comunidad indígena que lo ocupaba, a un colonizador nominado por la Corona, el cual adquiría de este modo el derecho al tributo de la citada comunidad, una parte del cual debía confluir en las cajas de la administración colonial. Con tal asignación el encomendero se convertía en el señor absoluto de aquel territorio y sometía a la población que lo habitaba. Tenía la función de reprimir las revueltas de los indígenas, funciones políticas y administrativas e incluso militares de defensa y de llevar a cabo nuevas conquistas. De tal modo, la Corona se libraba de los costosos honorarios necesarios para mantener un aparato militar y burocrático demasiado amplio para territorios muy lejanos de los centros de poder de la colonia. La encomienda se distinguía del feudo europeo principalmente en que la posesión de la tierra no era hereditaria y la Corona podía revocar la concesión cuando hubiese transcurrido el periodo de tiempo convenido.

A pesar de que la política colonial de la Corona iba dirigida a impedir la formación de una clase terrateniente, de hecho la concentración de la tierra en manos de ricos y potentes propietarios se verificó, lenta pero inexorablemente, a través de diversas formas más o menos legales. Cuando las encomiendas fueron abolidas en 1720, no existían ya más que sobre el papel, habiendo cedido su puesto al gran latifundio. A la unidad base de la economía agrícola que bajo las encomiendas era siempre la comunidad indígena, se unía ahora la hacienda. Esta se afianzó a costa de las comunidades indígenas expropiadas de las tierras y con el surgimiento de un ejército de trabajadores semilibres: los peones. La hacienda era una estructura todavía precapitalista, si bien muy lejana, de las características del feudo europeo. Destinada a sustituir a la comunidad indígena en el aprovisionamiento del mercado interno en la colonia y en el comercio con la metrópoli, su funcionamiento tendía a la autarquía recogiendo en su interior el mayor número de actividades: carpinteros, carreteros, tejedores, etc. Los consumos estaban ligados a un espacio interno de productos alimentarios y manufacturados, llamado tienda de raya, gestionada por el hacendado que administraba a su placer los precios, que todos los miembros de la hacienda estaban obligados a aceptar por imposición y por la distancia de otros centros comerciales. Mediante este mecanismo los peones acababan por endeudarse con el patrón, ligándose definitivamente a él. La deuda se transfería de padres a hijos, de modo que los peones, formalmente asalariados libres, se convertían en verdaderos siervos ligados de por vida al propietario de la tierra.

En la hacienda se encontraba la casa del patrón, del administrador, la iglesia, una prisión para castigar a los peones rebeldes e incumplidores de sus tareas, y una gran cantidad de chozas y habitáculos donde ellos vivían.

La tierra estaba dividida del siguiente modo: Una gran porción, generalmente constituida por las áreas menos fértiles, era destinada al arrendamiento: no se trataba de alquileres en el sentido capitalista del término, estos, que cultivaban la tierra en virtud de contratos no escritos, no disponían de capitales propios y estaban constantemente endeudados con el propietario. El alquiler era casi siempre pagado en especie o en días de trabajo u otros servicios y prestaciones. Un elevado número de arrendadores eran al mismo tiempo asalariados de la hacienda. A menudo trabajaban en las tierras patronales primero a título de prestación como pago del alquiler, por tanto para pagar las deudas contraídas y al final como asalariados, mientras que la mujer y los hijos cultivaban la tierra arrendada.

Los terrenos más fértiles eran gestionados directamente por el hacendado con el empleo de los peones. Entre ellos podemos distinguir dos categorías: 1) Los peones "libres" eran los indios de las comunidades o pequeños propietarios que, privados de la tierra suficiente para vivir, se vendían a la hacienda como asalariados. Ellos trabajaban para la hacienda una parte del tiempo y el resto en su propia parcela y dejaban a los familiares esta tarea. 2) Los peones acasillados eran los que vivían en la hacienda. Recibían un salario en especie, en parte o totalmente, y como contrapartida al "derecho" de instalarse en la hacienda, eran empleados, ellos o su familia, en servicios y prestaciones gratuitas. Como se ha dicho se encontraban regularmente endeudados en su relación con el patrón y ligados a él de por vida y por generaciones en un estado de semiservidumbre.

La clase de los propietarios de la tierra se reforzó cada vez más a partir de la mitad del siglo XVII hasta convertirse en la fuerza económica y políticamente predominante en el país. El crecimiento de la clase burguesa en cambio resultó enormemente ralentizada por la política colonial de España.

En la industria predominaba la minería dirigida con trabajo semiesclavizado, bajo el control de los funcionarios coloniales. La manufactura en cambio tuvo un desarrollo limitadísimo, dada una serie de vínculos tejidos para impedir el desarrollo de las ramas productivas competítivas con las mercancías importadas de la metrópoli.

El comercio estaba totalmente monopolizado por España y bajo el estrecho control de la Corona. Con este fin se instituyó la "Casa de las contrataciones" de Sevilla que controlaba todas las relaciones comerciales con los países en el Nuevo Mundo. Allí se organizaba y autorizaba todo el sistema de transportes de mercancías y pasajeros de y para América.

De hecho, hasta el 1700 la economía de Nueva España permanecía aún en condiciones de atraso, cercada por las trabas de un sistema colonial que perseguía despojarla de todos sus recursos. Pero en el curso de la segunda mitad del siglo este cerco se aflojó, debido al agravamiento de la decadencia en España, y la economía mejicana tuvo un notable impulso hacia adelante. En la agricultura se inició un desarrollo en la producción del algodón y de la caña de azúcar, destinados no solo a la exportación sino también a la industria mejicana que creció notablemente. La industria de la minería se modernizó y fueron descubiertos nuevos yacimientos. A finales de siglo llegó a multiplicarse por diez su producción y la de plata llegó a igualar la cantidad producida por el resto del mundo.

El territorio se había duplicado, comprendiendo Texas y llegando hasta los confines con las colonias inglesas y francesas de Norteamérica, mientras se colonizaba la fértil costa de California. La población se había triplicado, cruzándose las razas india y europea y se desarrollaba la población mestiza que hoy constituye la mayoría de los mejicanos.

A causa de la fuerte concentración de la propiedad de la tierra a expensas de las comunidades indígenas y su consiguiente disgregación y a causa de las devastadoras carestías, una parte importante de la población se encontró sin recursos para vivir. Indígenas desheredados y sin tierra, peones huidos de las haciendas, así como pobres mestizos rechazados por las comunidades indígenas y por la sociedad de los blancos, negros y mulatos huidos de las plantaciones o del infierno de las minas, vagabundeaban por el campo en busca de trabajos temporales o se daban al bandidismo. Partidas de bandoleros devastaban y amenazaban las vías de comunicación, asaltaban las haciendas y los centros mineros.

Estas masas de hambrientos y desheredados se condensaban en los confines de las ciudades que empezaban a poblarse enormemente. En ellas se había ido desarrollando una clase pequeño burguesa constituida principalmente por mestizos. Todavía limitada en los derechos y reprimida por las rígidas reglas impuestas por la administración colonial, la burguesía hacía su entrada en el pequeño comercio, en el artesanado y en la pequeña manufactura. Esta clase tenía sus representantes intelectuales y se contraponía naturalmente a las clases superiores de españoles ligados al ejército y a la burocracia colonial, a las jerarquías de la Iglesia y a la aristocracia terrateniente.

También la potente clase de los propietarios de la tierra alimentaba intereses opuestos a los de la Corona y la administración colonial por los límites que estos imponían a su poder, por los grandes impuestos, el monopolio comercial y el sistema de los derechos aduaneros, por las trabas al crecimiento de un mercado nacional en el que vender sus productos. No obstante esto, los latifundistas ricos renegaban de cualquier unión con el movimiento antiespañol que se manifestaba en las clases inferiores y se identificaba con una reivindicación de transformaciones sociales que habrían puesto en discusión muchos privilegios de los terratenientes. Y lo que temían sobre todo era la insurrección de las masas pobres que habrían ajustado las cuentas, además de con el sistema colonial, con los propietarios de la tierra, sus opresores directos. El final del siglo XVIII marcó de hecho el fin del sistema colonial. España, en guerra con Inglaterra, suspendió las exportaciones de manufacturas a México. Se abrieron entonces los mercados a los mejores y más competitivos productos de otros países, también para la industria local que demostró poder llegar a sustituir ventajosamente una cantidad de productos importados.

España fue obligada a aflojar su presión sobre las colonias mientras los ecos de la revolución francesa llegaban a México. Comenzó así el duro camino que condujo a la independencia.

(Continuará) [ 2 ]

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
EL PARTIDO ANTE LOS SINDICATOS
EN LA ÉPOCA DEL IMPERIALISMO
(3ª parte)  [ 1 - 2 ]



Las batallas más significativas del Partido

Nuestra obra incesante de denuncia del oportunismo sindical, estuvo siempre acompañada de la participación constante en las luchas obreras y, allí donde se presentaba una mínima ocasión, con el intento de organizar fuerzas obreras sobre un plano de clase en abierta oposición a las centrales sindicales.

En una octavilla nuestra de 1959 escribíamos: "Los comunistas internacionales militan en el sindicato como simples afiliados, no porque atribuyan un valor determinado a su acción presente, sino porque tienen el deber de hacer sentir la voz del partido de clase y de la tradición revolucionaria a las masas organizadas y porque están seguros de que, en una fase de reanudación proletaria, las superestructuras impuestas por el oportunismo a las organizaciones económicas saltarán por los aires y los obreros pisotearán las riendas protectoras de la colaboración de clase".

En noviembre de 1961 salió el "Tramviere Rosso - boletín de los tranviarios comunistas internacionales afiliados a la CGIL" en cuyo primer número se leía: "Nosotros comunistas internacionales, continuadores del glorioso partido de Livorno, de las tradiciones de combate del sindicato, de las organizaciones proletarias de clase, no hemos cesado un instante de denunciar a los actuales dirigentes sindicales (emanación de los partidos oportunistas) por su ruinosa obra de destrucción del sindicato de clase".

El Tramviere rosso era el instrumento de agitación y de propaganda de nuestro pequeñísimo grupo de trabajadores tranviarios y contenía correspondencia sobre problemas específicos de este sector de trabajadores, resúmenes de asambleas y de huelgas destacando siempre la combatividad de los trabajadores y poniendo en evidencia las traiciones de los bonzos, pero también artículos de carácter general sobre todas las cuestiones de interés para los obreros. Su publicación duró hasta 1963.

En mayo de 1962, habiéndose ampliado la actividad sindical del partido en concomitancia con las grandes huelgas obreras salía "Spartaco - Boletín central de planteamiento programático y de batalla de los comunistas internacionales afiliados a la CGIL": "Luchamos para que el sindicato obrero tradicional, la CGIL, renazca como sindicato de clase, un sindicato que afirme y defienda, exclusivamente y sin cuartel los intereses de vida y de trabajo de los proletarios y no acepte jamás subordinarlos a las llamadas superiores exigencias de la empresa, de la economía nacional, de la patria y mucho menos a la defensa de las instituciones burguesas" (n.1).

No dejamos pasar nunca la mínima ocasión de organizar grupos de obreros que sentían la necesidad de moverse sobre posiciones clasistas. Los bonzos procedían sistemáticamente a desmantelar en la CGIL cualquier reclamo a la tradición roja, nosotros fuimos siempre los más persistentes defensores de esta tradición. En febrero de 1962 nuestros compañeros fundaron directamente una Cámara del Trabajo en Palmanova del Friuli, consiguiendo su dirección durante algunos meses.

En 1961 empezó a introducirse el sistema de delegar en las oficinas estatales y patronales el cobro de las cuotas de inscripción al sindicato. Nosotros iniciamos enseguida una campaña contra este método y rechazamos aceptarlo defendiendo la inscripción directa.

En esto estuvimos junto a numerosos obreros que instintivamente se rebelaban contra esta directiva que tendía a poner la organización sindical en manos de los patronos y del Estado: "Este sistema de cobro merece una crítica tanto por su efecto sobre los trabajadores, como por el reconocimiento abierto que da la patronal de no tener ya temor alguno a los sindicatos, ya que los considera como órganos de conciliación permanente dentro de los cuales debe encauzarse a la clase obrera para controlarla mejor. Las direcciones se encargarán, por tanto, de llamar a los trabajadores al sindicato al que prefieran afiliarse, a fin de proceder a la retención mensual. Es inútil observar qué arma de chantaje les haya sido ofrecida; lo que es mucho más grave es el control que los capitalistas podrán ejercer sobre buena parte de la organización y que no dejará de dar sus frutos tarde o temprano" (Programma Comunista, n.12, junio 1961).

Otro paso hacia el desmantelamiento de todo lo que en la CGIL podía ser utilizado para una lucha obrera seria fue la constitución de las secciones sindicales de empresa. Esta iniciativa se dirigía a prever toda posible generalización de las luchas y tendía a encerrar a los obreros en las propias empresas evitando sus uniones; ésta fue acompañada por una campaña dirigida a demostrar cómo cada grupo de obreros tenía su "adversario" en la propia empresa, por grande o pequeña que fuese, y que por esto la empresa era la sede natural del sindicato debiendo proceder a convenios particulares o litigios con las distintas direcciones. Así, mientras el frente patronal estaba unido por encima de los límites de empresa, se quería desmembrar el frente proletario. Nosotros sosteníamos en cambio que la sede natural del sindicato estaba fuera de la prisión de la empresa, es decir fuera de los controles o retenciones del patrón: "Según esta 'nueva' estrategia sindical que tiene la presunción de aparecer como una nueva política sindical, frente a un sistema social, el capitalista, el proletariado debería moverse no como clase y proceder no como un ejército cuyos destacamentos son empleados según las exigencias estratégicas de cara al asalto final al campo enemigo, sino como destacamentos 'autónomos' de empresa, cada uno de los cuales, por cuenta propia e independientemente de los otros, efectúa escaramuzas en el interior de la empresa (...) El sindicato de clase debe tener sus órganos de dirección fuera de la fábrica, fuera de la célula económica del capitalismo" (Spartaco, diciembre 1963).

En 1965 comenzó la campaña por la reunificación entre CGIL-CISL-UIL; esta unificación, que encontró inicialmente la resistencia de los obreros más combativos, habría cancelado definitivamente las últimas características formales y simbólicas clasistas de la CGIL y marcaría su paso definitivo a sindicato del régimen.

Decíamos entonces en nuestro Spartaco (n.25): "La decantada unidad sindical perseguida por los jefes de la CGIL con las centrales blancas y amarillas CISL y UIL, expresión de claros intereses patronales, no efectuándose ni pudiéndose efectuar sobre la base de un programa de intereses generales comunes a todos los proletarios, busca sobre todo el objetivo de la creación de una única organización sindical contrarrevolucionaria que aprisione a todos los asalariados, del mismo modo que ayer la única organización sindical, la CGIL fue despedazada por la constitución de la CISL y de la UIL, en el intento de romper lo más rápidamente posible la resistencia natural de los obreros dividiéndose el frente proletario. El retorno a la unidad proletaria o significa -- como ahora -- el abandono completo por parte de la CGIL de toda apariencia de clase, o bien --como nosotros pronosticamos -- será el producto de la creciente movilización de clase de los asalariados, decididos a reencontrar una única organización compacta e invencible, cuyo presupuesto es la sustitución de los jefes traidores por dirigentes fieles a los intereses obreros (...) De tal modo se hará, tal vez, el 'sindicato unitario', mala copia del sindicato corporativo fascista; pero al mismo tiempo se asesina a la CGIL. Los comunistas no lloraremos por esto, pero si el diseño infame del oportunismo debiese verificarse, un baluarte sólido y diferente se erigiría en defensa del capitalismo y sería más difícil la reanudación de la lucha de los obreros" (Spartaco n.19, 1966).

En julio de 1968 imprimíamos "Il Sindacato Rosso - órgano mensual de la Oficina Sindical Central del Partido Comunista Internacional". Era la misma cabecera del órgano sindical del partido en 1921.

Il Sindacato rosso llevaba este subtítulo: "¡Por el sindicato de clase! ¡Por la unidad proletaria contra la unificación corporativa con CISL y UIL! ¡Por la unificación y generalización de las reivindicaciones y las luchas obreras, contra el reformismo y la división! ¡Por la emancipación de los trabajadores del capitalismo! ¡Por el surgimiento de los órganos del partido, los grupos comunistas de fábrica y sindicales, por la guía revolucionaria de las masas obreras!".

El Sindacato rosso era el órgano de agitación y propaganda de nuestros grupos obreros y constituía en el interior y el exterior del sindicato, la única voz que se alzaba contra la traición de los intereses obreros.

En 1969 los bonzos llevaron a cabo la campaña por el pago de cuotas en nómina haciendo incluir en los convenios la cláusula que comprometía a las direcciones empresariales a administrar el cobro de las cuotas sindicales. Este hecho, que fue naturalmente presentado como una victoria, ratificaba definitivamente la cuota cobrada por el empresa como única forma de afiliación al sindicato.

Nosotros organizamos entonces en todos los puestos de trabajo donde estábamos presentes una violenta campaña reivindicando la vuelta a la inscripción directa a través de los "recolectores", rechazando e invitando a los obreros a rechazar el cobro en nómina. Conseguimos también en algunos casos organizar grupos contra esta medida. En general el nuevo método pasó, encontrando sólo nuestra constante resistencia y la espontánea de pocos grupos obreros. Los bonzos presentaban la cuestión como un problema técnico; en realidad se trataba de un paso gravísimo hacia la inserción del órgano sindical en el engranaje estatal y patronal: era un hecho político en la dirección del sindicalismo fascista. Esta medida sirvió también para expulsar de la CGIL a los revolucionarios y los obreros más conscientes ya que los bonzos rechazaron la renovación del carnet a quien no aceptaba firmar esta delegación del cobro de la cuota.

Frente a la expulsión de nuestros compañeros no renunciamos a la lucha pero reafirmamos siempre, más con los hechos que con las palabras, que con el carnet o sin él habríamos continuado nuestra batalla contra los traidores dentro o fuera del sindicato, en las asambleas, donde quiera que se presentase la ocasión: "Rechazar el pago por nómina no quiere decir salir del sindicato. Por el contrario quiere decir oponerse a la definitiva degeneración de la CGIL (...). No a esta medida, sí al sindicato de clase" (Sindacato Rosso, n.18, 1969). "Nuestros compañeros están en la CGIL y en ella se quedan: participarán en las asambleas (las poquísimas que los bonzos tengan el coraje de organizar), intervendrán en las luchas y manifestaciones comunes, no silenciarán jamás su programa, y no sólo no invitarán a los obreros a desertar de las organizaciones, sino que les pedirán que permanezcan en ellas para proseguir la dura batalla destinada a reconducir al sindicato a las funciones de las cuales les priva un puñado de vendidos" (Programma Comunista, febrero 1969, n.3).

Es al mismo tiempo el periodo de las amplias luchas por los convenios que señalaron el vértice del movimiento sindical italiano de la segunda posguerra. En este periodo en varias grandes fábricas, en la Pirelli, en la FIAT, etc., surgen los primeros Comités Unitarios de Base, organizaciones obreras espontáneas que intentan en algunos casos suplantar a los sindicatos y en algunas ocasiones sustituirlos, superando las deficiencias organizativas de las burocracias sindicales y promoviendo acciones y reivindicaciones en antítesis con la línea sindical oficial. Pero las centrales sindicales capearon muy bien el temporal y supieron guiar y controlar el movimiento y dirigirlo hacia sus objetivos, aprovechando también el periodo de boom económico que permitía a la burguesía conceder, naturalmente no sin duras luchas, las migajas de los espléndidos beneficios en crecimiento continuo. Las burocracias sindicales consiguieron así apropiarse con cierta facilidad de estos impulsos organizativos de base y de una institucionalización de los CUB transformándolos en los Consejos de Fábrica, no sin la ayuda explícita de la patronal dispuesta a reconocer como representantes obreros solamente a los delegados aceptados y reconocidos también por los sindicatos, e importándoles del exterior incluso a la empresa donde no habían surgido espontáneamente. Los Consejos de fábrica se convirtieron así en su base de organización en todas las fábricas y lugares de trabajo.

Es en aquellos años, y sobre todo en los inmediatamente posteriores, cuando se va delineando lentamente un proceso de acercamiento progresivo de los sindicatos a las instituciones estatales y a la política económica de la burguesía y de sus partidos, o mejor, es en aquellos años cuando esta tendencia implícita en los sindicatos de la época imperialista que ya se había manifestado inequívocamente en el sindicalismo "de nuevo tipo" que se dio a continuación del fascismo, sufrió una aceleración sensible. No era, por tanto "un giro", una "traición respecto al pasado" como fue presentada por algunas tendencias de grupúsculos que surgieron como hongos en aquel periodo, sino que constituía una acentuación de la propensión natural de los sindicatos nacional-democráticos a convertirse en instrumentos del mejor funcionamiento de la sociedad capitalista. Este acelerón no acontece por casualidad, sino que coincide con el inicio del ciclo de crisis internacional del capitalismo que sigue profundizándose hoy y que, recordamos, tuvo su primera manifestación como tal en agosto de 1971 con la no convertibilidad del dólar en oro impuesta por USA.

Esta acentuación es posible paralelamente por el efecto deletéreo conjunto sobre la clase obrera de la política colaboracionista del oportunismo y del aumento real del nivel de vida de amplios estratos obreros alimentados a la sombra del desarrollo impresionante de la producción industrial del periodo inmediatamente precedente, hecho posible a su vez por la explotación intensiva de la fuerza de trabajo nacional en el ventenio posbélico 45-65, y por la expoliación y rapiña de todo género de recursos humanos y materiales de los países del mundo subdesarrollado por parte del imperialismo mundial en general, con la complicidad de las burguesías nacionales de estos mismos países.

Es decir, se acentúa el proceso bien analizado ya en nuestro escrito del año 1951 "Partido revolucionario y acción económica": "Allí donde la producción industrial florece, para los obreros en activo toda la gama de medidas reformistas de asistencia y previsión para salarios crea un nuevo tipo de reserva económica que representa una pequeña garantía patrimonial que perder, en cierto sentido análoga a la del artesano y del pequeño campesino; el asalariado tiene por tanto algo que arriesgar, y esto (fenómeno por otra parte ya visto por Marx, Engels y Lenin para las llamadas aristocracias obreras) lo vuelve indeciso y también oportunista en el momento de la lucha sindical y peor aún en el momento de la huelga y de la revuelta".

En los años posteriores a 1951 este fenómeno se acentúa sensiblemente: estratos proletarios cada vez mas amplios se interesan por esta adquisición de un pequeño patrimonio de "garantías" y "prebendas" presentadas como conquistas definitivamente adquiridas" y que crean la ilusión a los proletarios de haber accedido finalmente a un tenor de vida y a una seguridad social irreversible y en continuo crecimiento. Serán los años recientes del agravamiento tangible de la crisis económica los que destruyan las ilusiones y pongan nuevamente a los proletarios frente a la cruda y dura realidad de la sociedad capitalista: disminución del poder adquisitivo de los salarios, pérdida del puesto de trabajo, inseguridad en el porvenir, miseria.

Es la acentuación de este fenómeno lo que ha hecho gritar a no pocos izquierdosos de gatillo fácil de aquel periodo, que la clase obrera de los países industrializados estaba ya "integrada" definitivamente en la sociedad capitalista y que otras "clases", otros "sujetos sociales" estaban llamados a sustituirla en su "vieja y superada" función revolucionaria, y que, paralelamente, entre los "teóricos" y economistas burgueses, generó la teoría del "neo-capitalismo" ya en grado de controlar sus crisis internas, y por lo tanto de ser por fin indemne a las crisis y susceptible de estar gradualmente reformado en el sentido de una progresiva adaptación de sus instituciones por las exigencias económicas y sociales de las masas trabajadoras y del "pueblo" en general.

El excepcional impulso productivo mundial de aquel periodo fue tan grande como para deslumbrar a cualquiera que no estuviese en grado de aplicar a la realidad social y económica del presente, el análisis correctamente marxista y por tanto a todos a excepción del Partido. Significativamente todos, conservadores, reformistas, "progresistas", "revolucionarios" llegaron a las mismas "teorías" que planteaban el clásico choque entre proletariado-burguesía como ya fuera del tiempo y de la historia. Y hoy que, como siempre, la dura realidad de los hechos vuelve a mostrar que nada ha cambiado en los choques tradicionales de clase de la sociedad capitalista, es a estas teorías, con relativas actualizaciones a las que en el fondo continúan recurriendo las "izquierdas" actuales, cuando creen descubrir la esencia de los "nuevos" conflictos sociales en la confrontación entre el proletariado "con garantías" y el "marginal", barullo este último compuesto por parados, subocupados, subproletariado urbano, pequeña burguesía cabreada, delincuencia común en general, todos concebidos como posibles "sujetos revolucionarios" en cuanto que su objetivo es la satisfacción inmediata de las necesidades individuales cada vez más negada por la crisis capitalista.

En lo más vivo de esta excepcional expansión productiva del capitalismo, en la segunda mitad de los años 60, y en general tras la superación de la "crisis coyuntural" del 64-65, un ejército de jóvenes proletarios entra en las fábricas y se asiste a un recambio de generaciones casi general en la clase obrera italiana, recambio que se vuelca lentamente y en particular durante e inmediatamente después del 68-69, en las estructuras del sindicato. Todo esto produce un recambio orgánico de cuadros sindicales, sobre todo en los niveles intermedios de las estructuras de fábrica, gestionado con magistral habilidad por los sindicatos que consigue explotar el impulso 68-69 y renovar muchos cuadros de base. La generación de la inmediata posguerra, la que había sufrido la influencia de la tradición de clase que se había distinguido por su combatividad en las luchas de los años 50, deja gradualmente, y en situaciones locales, incluso bruscamente, el paso a nuevos elementos espurios de esta tradición y por tanto más predispuestos a empaparse de la ideología cada vez más democratoide y reformista propugnada por los vértices de los tres sindicatos que ya hablaban un lenguaje común sobre todas las cuestiones.

La política que comenzó a permear sensiblemente toda la estructura organizativa de base del sindicato, es la de las "reformas de estructura" de la "participación en las alternativas económicas del gobierno y de la empresa", de la concentración empresarial de la organización del trabajo en la cual el sindicato se hace abiertamente portador de las exigencias productivas empresariales y se muestra disponible para la gestión sectorial de la fuerza de trabajo según estas necesidades (recordamos a propósito la cuestión de la superación del destajo individual por el colectivo, presentado por los bonzos como un paso adelante en el camino de la emancipación de la explotación, y que en realidad respondía a exigencias productivas precisas de muchas empresas, que conseguían así volver la organización del trabajo más flexible a unas exigencias del mercado que habían cambiado). Al poco tiempo la trinidad sindical intenta unificarse, superando los choques internos entre las diversas tendencias políticas, asumiendo con más fuerza y coherencia su papel de lubricante social de los engranajes económicos e institucionales de la sociedad capitalista. Toda esta temática se presentaba entonces como la necesidad de "salir de la fábrica", de "llevar el poder del sindicato a la sociedad", para "desarrollar la democracia", "contar más en las medidas de política económica de los gobiernos", etc. Tras estas expresiones se concretaba el planteamiento de alto nivel de colaboración dirigida a subordinar totalmente los intereses obreros a las exigencias de la economía nacional que ha asumido hoy, en plena crisis económica aspectos tan abiertamente antiobreros; política que, repetimos, no es más que la continuación natural del sindicalismo corporativo "cocinado al estilo Mussolini", pero en sentido democrático, y que se desarrolla en un periodo que vio agotada la fase de continuo crecimiento de los beneficios capitalistas y abrirse una era de caídas productivas persistentes que, entre inevitables altos y bajos, señala la constante y progresiva restricción de las tasas de ganancia empresariales y por tanto también de los recursos estatales disponibles para los servicios sociales, y que por esto impone a la burguesía de todo el mundo restringir las condiciones de vida de los trabajadores y sobre todo al sindicato "tricolor" asumir plenamente el papel propio de apuntalador del régimen capitalista. A asumir físicamente esta tarea son llamados los elementos que han podido gozar de las migajas del periodo del "boom" productivo del desarrollo capitalista de la segunda posguerra y que por tanto encarnaban con una cierta convicción y una natural predisposición objetiva de papel "participacionista" del sindicato en los grandes problemas sociales y económicos del país, en el intento desesperado de "salir de la crisis", papel en el que el sindicato de aquellos años se lanzaba en el esfuerzo de introducirse en todos los ganglios políticos y económicos de la sociedad.

Esta tendencia está presente en numerosos debates de aquel período, valgan para todos algunas citas de una conferencia de Lucio De Carlini, secretario responsable del Comité regional lombardo de la CGIL: "Si existe contradicción entre la fuerza y el poder contractual del sindicato y la compleja situación del País, para colmar esta contradicción el sindicato debe hacer cumplir elecciones de interés general, es decir mover a la clase en el interés general de la democracia, del desarrollo de nuestro País". Y más adelante: "Va mal la economía, la culpa evidentemente es de la economía capitalista -- y hasta aquí estamos todos de acuerdo, de las estructuras -- evidentemente, del saqueo de los recursos por parte del capitalismo y sus aliados, de acuerdo todos. Pero cuando no se comprende que este saqueo no incumbe sólo al capitalista, al adversario de clase o a los partidos, sino que nos afecta a nosotros, a nuestra condición, entonces, esta falta de comprensión es una contradicción que debemos resolver políticamente. Nosotros no podemos avanzar sobre el terreno unitario cuando hay indiferencia productiva, y ésta, quiero decirlo brutalmente, no ha sido jamás la característica -- en todos estos decenios -- de la clase obrera. La clase obrera no es indiferente a que la economía vaya mal o bien, o si el desarrollo de la economía de la sociedad italiana es equilibrado o no. No es indiferente porque no tiene, no tenemos, una concepción subordinada. No tenemos una concepción según la cual afirmamos que a nosotros nos interesa o no la economía o el desarrollo social de nuestro país en la medida en que podemos arrancar para los trabajadores alguna lira, algunas partes de esta economía. No tenemos una concepción del sindicato tradeunionista, de pura redistribución de la renta y, por consiguiente, de que otros se ocupen de dirigir la economía y de cómo producir el rédito ocupándome solamente de arrancar el pedazo que me compete e incluso de ampliar la redistribución para los trabajadores. Nosotros tenemos, por el contrario una concepción de transformación, porque no podemos avanzar ulteriormente sobre el terreno más típicamente, propiamente contractual si no transformamos la economía de la sociedad italiana sobre una línea que ligue precisamente las reivindicaciones a las reformas, que ligue la batalla reivindicativa de los convenios a la batalla transformadora en el terreno político, económico y social. Si nos hemos recuperado en nuestro país en el terreno de la unidad, (...) debemos decir que ha sido gracias al hecho de que esta contradicción, sin alarmismos, sino siempre con conciencia de clase profunda, la han comprendido los trabajadores, han visto que no se podía y no se puede caminar hacia el futuro si no se superaba la contradicción que existe entre fuerza y poder contractual por una parte y crisis del País y de la sociedad italiana por otra".

Por tanto se deja a un lado al sindicalismo de "vieja escuela", basado en posiciones que impúdicamente serán definidas como "corporativas", es decir la simple reivindicación de mejoras salariales, normativas y contractuales, y se abre paso la negación de todo esto, hacia el saneamiento de la economía y de la sociedad italiana, problema principal de la clase obrera.

Todo este planteamiento, hecho propio progresivamente, sin reservas, produce una multitud de funcionarios ligados al sindicato y desprovistos ya de todo instinto serio de clase, jóvenes bonzos y boncetes que habían abandonado ya toda referencia al verdadero choque de clases y que han asimilado hasta el meollo las teorías de la contratación democrática, de los enfrentamientos con patronos y gobiernos sobre los problemas de las empresas y del país, del eficientismo productivo antepuesto a cualquier otro interés.

La organización sindical se encamina a convertirse en aparato altamente burocratizado, liberándose de todo residuo clasista. Aquel resto de vida sindical, de relación directa entre funcionarios y afiliados todavía existente y que había permitido o podía permitir un cierto trabajo interno a los militantes comunistas, se apaga definitivamente. La CGIL, así como la CISL y la UIL, llega a ser progresivamente una organización refractaria a todo estímulo de clase, si no es para castrarlo en su nacimiento y se inicia un lento pero inexorable distanciamiento, cada vez más evidente con el paso de los años, entre estructura territorial del sindicato y afiliados y los obreros que en los años precedentes habían seguido en general las directivas sindicales con una cierta convicción.

Maduran en los años inmediatamente posteriores a las luchas del 68-69, y sobre la base de elementos también preexistentes a ellos, las condiciones y la situación general que permitirán al Partido, frente a las señales más tangibles que se manifestarán en los años siguientes, escoger como perspectiva histórica del futuro movimiento de clase la alternativa entre "conquista incluso a leñazos" de los sindicatos actuales y renacimiento ex-novo.

No queremos con esto afirmar que ya en aquellos años el Partido habría debido abandonar el camino de oposición organizada en el seno de la CGIL, sino solamente que existían ya en aquellos años, en la escena social del movimiento obrero italiano, los extremos y las condiciones para que el Partido pudiese plantear el problema de la atención de sus análisis constantes y periódicos de las situaciones indispensables para los fines de la correcta aplicación de la táctica inmediata.

Es en esta difícil situación cuando el Partido lanza la consigna de los "Comités de defensa del sindicato de clase" contra la perspectiva, que entonces parecía inminente, y ya parcialmente realizada a través de la creación de las federaciones por categorías, de la unificación de la CGIL con la CISL y la UIL. Esta indicación, que todavía se reclamaba defensora de la tradición clasista de la CGIL se situaba sobre la continuidad del esfuerzo conducido hasta entonces por el Partido, en línea con las posiciones de 20 años atrás asumidas en el campo sindical, para oponerse y llamar a los obreros a oponerse al proceso de abandono progresivo de la CGIL de estas tradiciones y hemos visto como a cada paso significativo del oportunismo en esta dirección, el Partido opuso precisas indicaciones operativas, como lo hizo precisamente en la campaña ante el cobro de las cuotas por parte de la empresa. Sin embargo, verdaderamente las consecuencias prácticas de esta campaña, con los militantes obreros comunistas fuera del sindicato, indicaban ya bastante claramente que la CGIL se había convertido en un sindicato impermeable al trabajo interno de una fracción obrera, mucho más si era comunista, si estaba organizada autónomamente sobre bases clasistas. Quien no compartía la posición del sindicato respecto a la relación de sus afiliados con las estructuras administrativas empresariales y patronales era automáticamente excluido. Se habían reducido ya las "posibilidades virtuales y estatutarias" previstas por nuestras tesis para poder hablar de trabajo interno en la perspectiva de la reconquista del sindicato tricolor hacia las justas posiciones clasistas. La indicación de los "Comités de defensa del sindicato de clase", si bien era coherente con la batalla conducida hasta entonces por el Partido en el campo sindical, caía sin embargo en una situación en la que no existían más elementos clasistas que salvaguardar en el seno de la CGIL, ya convertida en burocracia del trabajo. Esta batalla se redujo a nuestras solas fuerzas y los comités no se extendieron más allá de nuestros grupos comunistas.

Pero esta indicación coincide también con el nefasto periodo en que se seleccionaron en el Partido las fuerzas que ya quedaban como únicas representantes de la continuidad organizativa de la Izquierda Comunista. En aquellos años la mayor parte de la vieja organización se alineó progresivamente hacia posiciones cada vez mas lejanas de las clásicas de la Izquierda y por tanto del marxismo revolucionario, y no pudo darse una seria clarificación de la cuestión sindical, que llegados a un punto fue abandonada, con vistas a una batalla que entonces se dirigía hacia cuestiones que iban mas allá de la táctica sindical.

No es éste el lugar para tratar las cuestiones que provocaron la separación organizativa y que abarcaron incluso el modo de conducir la organización por parte del viejo centro directivo y por tanto, en último término, la cuestión de la correcta asimilación del centralismo orgánico como la Izquierda lo definió en la segunda posguerra, así como la propensión al maniobrismo y a la "politique d'abord", manteniendo esa ilusión tan pertinaz de poder forzar el curso de los acontecimientos históricos, y que condujo después a la vieja organización, como entonces se preveía fácilmente, a toda suerte de desbandadas cada vez más vistosas hasta abrazar posiciones frentistas en el campo político y a coquetear con cualquiera que pretendiera mover el culo en una dirección anticapitalista y antioportunista.

No fue, como se planteó erróneamente entonces e incluso después, la cuestión sindical la que marcó la línea divisoria entre las fuerzas que se reagruparon en torno a nuestro mensual y aquellas que siguieron un camino cada vez más divergente al nuestro. Y sin embargo, tampoco la cuestión sindical podía ser inmune a la degeneración que tomó forma en la organización, no fue de otro modo porque una desviación política no puede dejar de reflejarse sobre todas las principales cuestiones políticas en las cuales solo por comodidad de análisis estamos acostumbrados a dividir la ciencia entera del marxismo revolucionario. La desviación en este campo se expresó a través de la enunciación del nuevo verbo en materia de organismos intermedios entre Partido y clase, en el sentido en que se pretendía liquidar la táctica sindical que el Partido había seguido durante un ventenio, anunciando en un cuerpo de "tesinas", que la cuestión sindical habría debido "enderezarse", y que los futuros organismos proletarios "podrán también no ser los sindicatos, y no lo serán en una perspectiva de cambio brusco en un sentido de asalto revolucionario, como no fueron ellos, sino los Soviets, en una situación de virtual dualismo de poder, el anillo de conjunción entre partido y clase en la revolución rusa", de modo que la indicación del renacimiento del sindicato de clase, de la organización económica proletaria, era sellada como antihistórica, renegando de golpe de toda la actividad desarrollada por el Partido en la segunda posguerra, y más en general de todo el marxismo. Más allá de la falsedad histórica según la cual durante la Revolución rusa los Soviets habrían sido el único "anillo de conjunción" entre el partido y la clase, negando la importante e insustituible función que en esto tuvieron los sindicatos, cancelar del propio programa revolucionario la perspectiva del resurgimiento de organismos inmediatos de contenido económico equivale a despedazar de golpe todas las tesis características de la Izquierda comunista y del partido en la segunda posguerra, renegar de las tesis de la Internacional. Que estas organizaciones que nazcan puedan no ser los sindicatos en el sentido de que asumirán muy probablemente una forma organizativa distinta de los hoy existentes o de los sindicatos tradicionales, como por lo demás prevén también nuestras tesis, no puede significar que puedan tener un contenido inmediatamente político tal como para ser parangonables a los Soviets de la revolución rusa, organismos que no podrán surgir si antes, en una fase aunque sea breve pero necesaria, la clase no da vida a organizaciones de contenido exquisitamente económico para su defensa inmediata, porque es en este terreno donde solamente podrá moverse la clase. Será por medio de la actividad del Partido en estos organismos y contemporáneamente de sus iniciativas e intervenciones "entre todas las clases de la sociedad", por decirlo con palabras de Lenin, junto a la progresiva adquisición por parte de estratos cada vez más amplios de obreros de la necesidad de organizarse para arrancar el poder político a la burguesía, como podrán surgir los organismos políticos del poder proletario.

Sólo en este sentido podemos afirmar que la escisión de aquel triste periodo abarcó también a la cuestión sindical. Los comunistas habrían podido aceptar cualquier táctica inmediata frente a los sindicatos actuales, sobre esto ciertamente no habría podido quebrarse el Partido, pero no podían aceptar la renuncia a la perspectiva histórica del renacimiento de los organismos económicos de defensa inmediata, que solo el proletariado en marcha sobre bases clasistas podrá determinar; no podían aceptar que la cuestión se plantease más o menos en estos términos: no sabemos qué características tendrán los futuros organismos de clase, ni nos interesa hoy saberlo, siendo hoy suficiente trabajar "a nivel de la clase", sobre un plano inmediato "mínimo", abandonando las "grandes indicaciones generales" para lanzarse de cabeza sobre un vulgar minimalismo pragmatista de cuyo desarrollo el Partido habría debido extraer las indicaciones para llevar a cabo su acción y su táctica. Es interesante constatar cómo aquellos que han invocado después esta vía han llegado a la indeterminación en el campo sindical, es decir a no seguir más una táctica precisa que no sea la del día a día, por lo que hoy se lanza una indicación, mañana otra en contradicción con la primera, o la de ver el proceso de formación de los organismos intermedios entre el partido y la clase como un acto de voluntad del partido mismo destinado a "construir" organismos "preexistentes" a la reanudación real de la lucha de clase y por tanto de hecho separados de ella, cambiando inevitablemente, en esta óptica antimarxista, los residuos de los grupitos del sesenta y ocho o las franjas más o menos organizadas del movimentismo radical y filo-terrorista de matriz subproletaria o pequeño-burguesa, por "vanguardias proletarias" con las cuales galantear para "construir puntos de referencia organizados" como alternativa a las centrales sindicales, sin ninguna unión seria con la clase.
 

Hacia el renacimiento "ex novo"

Después de la escisión, reanudado el camino de la lucha política organizada en el Partido, en torno a la nueva cabecera del periódico, el Partido abandonó, o mejor dicho no retomó la reivindicación de la defensa de la "tradición roja" de la CGIL, en cuanto que no había ya nada que defender en ella.

La unificación organizativa en un único sindicato del régimen no se había verificado en sentido orgánico ni tiene ya mucho interés saber si sucederá y cómo. No por esto se ha detenido el proceso de acercamiento posterior del bonzamen tricolor de todos los matices a las instituciones y a las exigencias de las empresas capitalistas y del Estado que administra sus intereses. Más bien ha proseguido en estos últimos años con la consolidación definitiva del método del pago de cuota en nómina, el reforzamiento del aparato burocrático de los sindicalistas de profesión, que ya se consideran funcionarios al servicio del Estado con sueldo asignado, la puesta en práctica de una reglamentación policial de la huelga, la praxis ya consolidada de cerrar todo género de convenio general o de empresa con la supervisión de los ministros estatales, al perfecto estilo fascista, la admisión en el sindicato de los representantes de los policías, las "huelgas convocadas" en favor de los esbirros del régimen golpeados por atentados terroristas, la denuncia de terrorismo y filo-terrorismo hacia todos los obreros combativos, la aceptación incluso formal (la sustancial había sido siempre aceptada) de postulados capitalistas clásicos como la vinculación entre condición obrera y ganancias de las empresas, la necesidad de la expulsión de fuerza de trabajo de las fábricas y del aumento de la utilización de las instalaciones y de la productividad del trabajo, de la cual el sindicato mismo se ha hecho garante, la organización abierta del esquirolaje frente a las huelgas espontáneas de los trabajadores que actúan fuera del rígido control sindical.

La estructura sindical se ha hecho cada vez más sólida; cerrada a los obreros, está cada vez más en manos de los funcionarios estatales de carrera. Esto ha hecho ya impracticable el camino de su eventual reconquista por una línea de clase que, de cualquier modo, como hemos recordado siempre, habría podido darse solo con una oleada de potentes luchas proletarias que destruyesen toda la estructura organizativa actual. El curso de la crisis hace salir progresivamente a la luz la traición de los jefes sindicales. Estos, que en los años del boom económico habían podido conducir un simulacro de defensa de las condiciones obreras, creando las más posibles diferenciaciones salariales porque esto correspondía a las exigencias de la economía capitalista, y obteniendo con ello resultados también tangibles, especialmente para las aristocracias obreras, se muestran hoy abiertamente refractarios hacia cualquier exigencia obrera. Aparece cada vez más evidente a los proletarios el contraste entre las propias necesidades vitales, defensa del salario y del puesto de trabajo, y la actitud abiertamente de renuncia y colaboracionista de las organizaciones sindicales oficiales de todos los colores. Es cada vez más evidente que la defensa de estas necesidades puede expresarse solo fuera y contra las estructuras sindicales actuales.

En algunas categorías, grupos de trabajadores, entre los más explotados, se han enfrentado en los últimos años por primera vez abiertamente con las directivas de los bonzos sindicales consiguiendo dar vida a notables huelgas y creando organismos opuestos a las estructuras organizativas sindicales de base (ferroviarios 1975, hospitales 1978).

Por la situación que se ha ido delineando en estos años parece ya claro no solo para nosotros, sino para estratos obreros cada vez más amplios que ninguna defensa seria de las exigencias más elementales de vida y de trabajo es ya posible bajo la tutela de las actuales centrales sindicales y que ninguna acción de lucha conducida consiguientemente sobre el terreno de clase es posible si no se hace fuera de su entramado organizativo. Naturalmente para los obreros la adquisición de este conocimiento es un hecho instintivo y no significa automáticamente poseer la voluntad de traducirla en acción activa. Más allá de cualquier minoría en empresas pequeñas y por lo tanto de escaso relieve, esta toma de conciencia se expresa ya desde hace algunos años en un difuso desinterés hacia la política y el proceder de los sindicatos oficiales, cada vez más contestados en las asambleas de fábrica, en las cuales, por otra parte se verifican deserciones masivas, así como las cada vez más raras convocatorias de huelgas por parte de los sindicatos encuentran cada vez menos aceptación. La dinámica del paso desde una apatía difusa hacia los sindicatos y sus acciones a la acción activa sobre el terreno de la lucha de clase independiente del sindicato del régimen, tendrá un desarrollo no lineal, contradictorio, con pasos adelante y atrás, y no es excluible a priori ni siquiera que pueda interesar localmente también a sectores de base de la estructura sindical. Este fenómeno tendrá seguramente un carácter de violencia radical. No podrá ser el resultado de un largo trabajo "interno" de agitación y de propaganda de los comunistas o de los obreros más combativos, sino que se expresará como verdaderos y propios episodios del choque frontal entre las clases, que verá a toda la estructura organizativa de las actuales centrales sindicales alineada contra los obreros en lucha.

La lucha de los trabajadores de hospitales ha sido emblemática bajo este aspecto, no obstante la misma lucha de los 35 días de la FIAT, mutilada por la estructura del sindicato en el momento en que iba a asumir las características clásicas de la verdadera lucha de clase, no ha sido menos significativa.

En la primera, los obreros en lucha han manifestado una dirección clasista en antítesis a la organización sindical local, que se ha opuesto frontalmente al movimiento huelguístico, llegando a romperlo recuperándola finalmente, tras haber logrado un acuerdo con los representantes del Estado, y tras haber sido reconocido por este último como el único representante oficial de los trabajadores en lucha, en el espíritu de un verdadero y propio sindicato del régimen, incluso si sus funcionarios eran rechazados y echados cada vez que intentaban romper la huelga. En la FIAT la lucha, aun en su espontaneidad y decisión, no ha expresado una forma organizativa contrapuesta al bonzamen oficial, que ha conseguido "capear el temporal" fácilmente, hasta el momento en que la huelga se había transformado en un choque abierto contra la policía, decidida a romper los piquetes por orden judicial. La característica propia de un sindicato del régimen no es por lo demás la de no saber dirigir una huelga clasista -- en este sentido recordamos como los mismos sindicatos fascistas, que también eran sindicatos del Estado, fueron obligados, a su pesar, a dirigir luchas clasistas, aunque fuese por breves períodos -- sino la de conseguir conducirlas o reconducirlas en el ámbito de la compatibilidad y tolerancia económica, social y política del régimen burgués.

Mas allá de estos dos ejemplos de lucha, que junto a la de los ferroviarios del 75 y a la de los trabajadores de las líneas aéreas del 1979 son las más significativas, no se debe infravalorar el fenómeno de que, cada vez más a menudo, para las luchas o para los intentos genéricos de organizarse con el fin de reaccionar contra el constante empeoramiento de las condiciones de vida, grupos de trabajadores tienden a organizarse independientemente del sindicato y a actuar sobre bases genuinamente clasistas.

Estos grupos más o menos organizados tienen a menudo una vida breve y agitada, y caen, a falta de una ligazón sólida con luchas obreras extensas y no episódicas, bajo las garras de la "izquierda sindical" que los reconduce bajo el control de los bonzos o son presa de posiciones sectarias promovidas por los grupitos, que tienden a transformarles en pequeños conventículos políticos o a actuar sin tener en cuenta la unión efectiva con los otros trabajadores, y por tanto sobre bases voluntaristas y aventuristas.

Toda esta situación, unida al creciente distanciamiento entre sindicatos y masas obreras que afecta también y sobre todo a los afiliados de base, muchos de los cuales todavía están inscritos por inercia y apatía, gracias al hecho de que para salir de los sindicatos es necesario comunicar a la empresa que no debe descontarle ya la cuota sindical, fenómeno este que esta asumiendo poco a poco dimensiones importantes, indica al Partido que la alternativa entre conquista de los sindicatos actuales y creación ex-novo ha caído definitivamente y que la reanudación de la lucha de clase no podrá mas que sacar a la luz organizaciones clasistas "nuevas", cuyo desarrollo y potenciamiento se dará no en el interior de las estructuras de los actuales sindicatos, sino fuera de estos, incluso si los acontecimientos de hoy no permiten todavía discernir qué formas específicas asumirán.

La situación actual, a falta de un movimiento de lucha de las masas obreras dirigido hacia la constitución organizativa de una red de organismos proletarios alternativa a los sindicatos oficiales, no exige ni consiente una formación del tipo: fuera de los sindicatos actuales, saboteemos sus luchas y construyamos otra organización sindical. A este propósito es importante retomar la continuación del documento de 1951 que expone la alternativa entre "conquista a leñazos" y renacimiento "ex novo". En el punto b) se lee: "Declarado el hecho de la escasa fuerza del partido, y hasta que ésta no sea mucho mayor, lo que no se sabe si sucederá antes o después del resurgimiento de organizaciones de clase no políticas con amplios efectivos, el partido no puede y no debe proclamar el boicot a los sindicatos, órganos de empresa y agitación obrera ni, donde sea localmente mayoritario, usar en abierta agitación la consigna del boicoteo invitando a no votar (se refiere obviamente a votaciones de naturaleza sindical) a no inscribirse en el sindicato, a no hacer huelga o similares. En sentido positivo: en la mayoría de los casos abstención práctica y no boicoteo".

La posición a defender hoy puede ser deducida de esta observación. Desde un punto de vista general es nuestro deber prevenir a los proletarios de la necesidad del resurgimiento de organismos de clase y anticipar que esto tenderá a manifestarse fuera y contra los actuales sindicatos.

Desde un punto de vista inmediato esto significa indicar a los proletarios la necesidad de organizarse independientemente de los sindicatos actuales, en la perspectiva de la reconstrucción de una red organizativa clasista, aun sabiendo que este proceso no podrá ser obra más que del proletariado mismo y que por esto hasta que este no se disponga a la lucha de clase de forma generalizada y no episódica y el Partido tenga sobre él una influencia no marginal, no puede avanzarse por nuestra parte en lo inmediato ninguna indicación de sabotaje de las acciones actuales por mucho que estas sean dirigidas hacia objetivos cada vez más antiobreros, a menos que se encuentre frente a una explícita voluntad de amplios estratos de obreros a rebelarse activamente contra esta dirección, ni por esto mismo puede ser formulado el explícito llamamiento a la salida de los sindicatos tricolores, faltando hoy una referencia organizativa alternativa que catalice la voluntad de acción de los trabajadores.

¿Qué significa "trabajar desde hoy en la perspectiva del resurgimiento ex-novo de una organización económica clasista"? No puede ciertamente significar la espera pasiva de los movimientos espontáneos proletarios, acomodándose sobre una posición que prevea por una lado, sobre el plano de la propaganda general, la indicación de la perspectiva del resurgir de los sindicatos de clase, por el otro, sobre el plano de la acción práctica, la espera mesiánica del gran acontecimiento, verificado el cual, el Partido se planteará el problema de influenciar el movimiento de clase durante ese tiempo de renacimiento. Retomando el párrafo arriba citado, la expresión "lo que (la extensión de la fuerza del partido) no se sabe si sucederá antes o después del resurgimiento de organizaciones de clase no políticas de amplios efectivos", está precisamente para indicar el desarrollo dialéctico y no mecánico de este proceso, en el que la relación entre desarrollo de los movimientos de clase y su expresión organizativa e influencia del Partido en ellos es de recíproca interdependencia y no en sentido único. En términos prácticos esto significa que no puede haber contradicción entre indicación estratégica de la perspectiva dada por el Partido en el campo sindical y su acción práctica inmediata. Los militantes obreros deben trabajar para dirigir y, cuando las condiciones objetivas lo permitan, organizar a los obreros sobre el terreno de clase. En otras palabras, como hemos puesto en evidencia otras veces, el Partido tiene el deber de ayudar concretamente, poniendo a disposición sus fuerzas obreras, a la tendencia de los proletarios a organizarse por la defensa de los intereses propios de clase, aprovechando, en la acción inmediata y en la organización, la capacidad directiva que tienen por la posesión del bagaje histórico de las experiencias de lucha proletaria pasadas que solo el Partido puede poseer y, al mismo tiempo, aportando a los obreros la conciencia de la precariedad de la acción de pura defensa económica y la necesidad de abrazar la perspectiva del programa revolucionario comunista para la definitiva solución histórica de su condición de explotados. La "dosificación" de los dos aspectos de la cuestión, si bien es preferible insistir en unos casos el terreno más propiamente económico o en otros desarrollar intervenciones de un cariz más político, será determinado por la sensibilidad que los militantes tengan al saber captar las tendencias y las condiciones subjetivas de los obreros con los que deberá actuar, su grado de conciencia de clase, su propensión real a la lucha, etc., sensibilidad y capacidad que se podrán adquirir mejor y perfeccionar con el progresivo aprendizaje en la intervención práctica.

Toda intervención y acción dirigida en este sentido deben tener como presupuesto indispensable la predisposición, incluso de exiguas minorías de proletarios, a situarse real y seriamente sobre el terreno de la lucha por la defensa de las condiciones de vida y de trabajo, y las eventuales organizaciones que puedan brotar deben ser permeadas por la tendencia a unirse constantemente con el resto de los trabajadores y a actuar según una línea de acción que tenga en cuenta realmente en todo momento la consistencia de esta unión. En este sentido se deben rechazar y combatir tendencias de espíritu sectario o de politiqueo, a menudo presentes en estos primeros intentos de organización independiente de los sindicatos, que pretenden dar vida a microorganismos sedicentemente "proletarios" pero que en realidad están desarraigados de un contexto de lucha y de unión con la clase, microscópicos sindicatitos "revolucionarios" que, si bien a veces se ajustan a las reivindicaciones clasistas correctas, se reducen a ser pequeñas sectas políticas excluidas del movimiento real de clase y continuamente laceradas por los contrastes "ideológicos" entre los grupos políticos que los componen, apareciendo por tanto ante los ojos de los obreros, mas que como una referencia clasista de lucha, como el enésimo grupito extremista.

La reconstrucción de un tejido organizativo económico clasista no puede ser el producto de alquimia y experimentos en probeta dispuestos por presuntas "vanguardias políticas" más o menos conscientes de la necesidad de la lucha de defensa económica anticolaboracionista, sino el resultado de un amplio movimiento proletario de clase en el cual el Partido no deberá ahorrar energías para disponerse a influenciarlo y dirigirlo, movimiento en el que será seguramente nociva y desviada la influencia de aquellos que hoy pretenden ser sus propulsores.

Otro punto a considerar es la adhesión al sindicato. Consecuentemente y respecto a la situación arriba descrita, los comunistas nos inclinamos por la no inscripción a los sindicatos tricolores. Esta posición no deriva de consideraciones de principio, ni de inclinaciones escisionistas en el campo sindical, siempre excluidas y combatidas por la Izquierda Comunista, sino de la simple constatación práctica de que el aparato sindical tricolor, considerando que en su estructura vertical de organización es ya, tanto en el vértice como en sus cuadros de base, un organismo burocratizado e impermeable a la acción interna de una fracción obrera organizada autónomamente sobre el terreno de clase, aunque no fuese más que porque no existe ya una vida sindical interna que permita un mínimo trabajo de penetración y de influencia entre los afiliados de base ya cada vez más lejanos del aparato funcionarizado de los bonzos y de las mismas estructuras de base del sindicato. En estas condiciones, la afiliación al sindicato, prescindiendo también del aspecto del cobro de cuota por la empresa, en este sentido no es ya de utilidad ninguna para tener mayor posibilidad de trabajo entre los afiliados de base, posibilidad que sería igual hacia los trabajadores no afiliados, y se resolvería simplemente con la participación en la financiación de organismos completamente sometidos al régimen capitalista. No obstante, precisamente porque esta posición no esta motivada por consideraciones de principio, en situaciones particulares eventuales, más fáciles de encontrar probablemente en la pequeña empresa, donde la no afiliación al sindicato de un militante nuestro pudiese comprometer su trabajo en el seno de los obreros del cual pudiesen surgir resultados positivos, será afrontada por el partido la cuestión, así como solo al Partido y no al militante particular le concierne una decisión definitiva en estas situaciones.

Por cuanto se refiere a las estructuras de fábrica elegidas directamente por los trabajadores, los Comités de Fábrica y similares, la cuestión se plantea desde una óptica distinta. Se trata de organismos casi en su totalidad controlados por los sindicatos; por el contrario, en las grandes fábricas, a menudo son verdaderas estructuras dentro de ésta, cuya gestión paritaria está en manos de la organización externa y cuya vida interna se desarrolla de modo con frecuencia esclerótico y apático, limitándose a avalar fatigosamente las decisiones de los ejecutivos, a su vez emanación del aparato sindical territorial. Sin embargo están todavía compuestos por delegados elegidos por trabajadores y en contacto directo con ellos y por tanto susceptibles de ser influenciados por acontecimientos que viesen subir la tensión y la voluntad de lucha de los trabajadores. Por otro lado, en las pequeñas y medianas empresas, donde en general la traba del oportunismo sindical es menos asfixiante, a menudo los Comités de delegados gozan de una cierta autonomía y son más fácilmente permeables a posiciones clasistas. Por todo esto no podemos excluir a priori un trabajo de propaganda y agitación en su interior. En línea de máxima, sin por ello excluir también aquí decisiones contrarías en casos particulares, estamos por el trabajo interno, con la condición de ser elegidos representantes de los trabajadores que ven en el militante elegido un obrero combativo dispuesto a no transigir en la lucha contra la patronal y, por esto a batirse contra el obstáculo colosal del oportunismo y del colaboracionismo sindical. Obviamente también por esta cuestión no podemos redactar para cada caso recetas de uso inmediato. El caso de militantes obreros elegidos delegados será valorado con rigor por el Partido y toda decisión deberá tener en cuenta las circunstancias y la situación en que la elección tiene lugar. En todo caso la posición de nuestro militante deberá ser marcada por la constante disociación pública frente a los trabajadores de toda decisión del Comité de Empresa que se aleje de la defensa real de los intereses de clase y de toda iniciativa colaboracionista, empresarial que se mueva siguiendo el criterio del "buen funcionamiento de la fábrica" y del reconocimiento de sus problemas productivos, además de que, obviamente, deberá estar atento a la constante denuncia sin subterfugios y medias palabras de las obras y de los acuerdos desde arriba concluidos por el Comité de Empresa controlado por el oportunismo.

Sin embargo es previsible que la adhesión de los Comités de Empresa o de fracciones de estos al proceso que delineará la reaparición de organismos económicos proletarios clasistas, tendrá también ella un carácter generalmente episódico y no generalizado, por lo que el Partido atribuye mucha más importancia al trabajo directo entre los trabajadores y en particular entre aquellos estratos más explotados y más golpeados por las medidas antiobreras de los gobiernos burgueses y de la patronal, y por tanto más susceptibles para la lucha, en el esfuerzo de contribuir con sus modestísimas fuerzas al renacimiento de un movimiento de clase genuinamente proletario anticapitalista, libre de las trabas asfixiantes del oportunismo, con la conciencia de que su influencia podrá también ser determinante a este fin.

En efecto, en la fase imperialista del capitalismo, no es posible la existencia de un "sindicato libre", es decir de organismos sindicales que, aun no siendo dirigidos por una dirección revolucionaria, aun estando en las manos de partidos reformistas y pequeño-burgueses, puedan conducir la lucha sobre el terreno económico de manera consecuente. La lucha económica en la época imperialista se transforma mucho más rápidamente que en el pasado en lucha política, ya que su manifestación y su generalización choca contra las bases mismas del régimen capitalista. En consecuencia, cualquier organismo sindical se sitúa inmediatamente frente al problema del Estado: o acepta limitar la lucha proletaria en la "legalidad" y con esto mismo restringirla y sofocarla en provecho de la conservación social, o trasciende los límites de la legalidad burguesa y se sitúa en el terreno revolucionario, lo que significa al mismo tiempo extender, potenciar y generalizar la batalla que el proletariado conduce en defensa de sus propias condiciones de vida. Esta situación hace que todos los partidos y todas las direcciones políticas que están por la conservación del régimen sean al mismo tiempo enemigos de la manifestación amplia y consecuente de la lucha económica proletaria y que solo el partido revolucionario de clase sea al mismo tiempo el defensor más encarnizado de esta lucha. La función sindical se completa y se integra solo cuando a la cabeza de los organismos sindicales está el Partido político de clase, dice la Plataforma Política de 1945, y en efecto no existe otra salida.

La deducción a extraer no es ciertamente que entonces el sindicato no es ya necesario y que la lucha sindical no puede existir más. Es otra totalmente opuesta: los proletarios volverán a la lucha por la defensa de las condiciones económicas y en ella reconstruirán los organismos aptos para esta defensa, los sindicatos de clase; estos organismos, abiertos por definición a todos los proletarios, por definición organizadores de las masas proletarias no sobre unas bases de conciencia, sino de necesidades materiales, se encontrarán por la situación misma frente a la alternativa: o sucumbir de nuevo al control y la influencia del Estado, lo que equivale al control y la influencia de los partidos oportunistas burgueses y pequeño burgueses, o por el contrario desviar su acción al terreno de la ilegalidad sometiéndose a la única dirección política verdaderamente ilegal, la del partido político de clase. En nuestra visión por tanto, la existencia de los sindicatos de clase en la época imperialista tiene una importancia todavía mayor de la que podía tener en épocas pasadas: si en el pasado fue posible desviar la lucha del proletariado desde el terreno económico al objetivo de las máximas conquistas revolucionarias, subordinando las luchas económicas a éstas, esto no es ya posible en la época imperialista: en ella el paso del sindicato de clase al sindicato rojo influenciado y dirigido por el partido es mucho más inmediata y debe darse so pena que los organismos económicos proletarios pierdan sus mismas connotaciones de clase, es decir, abdiquen de la misma función elemental para la que surgieron. Dentro de los organismos económicos que la clase estará obligada a dar vida cuando vuelva a la batalla, se llevará a cabo la lucha entre todos aquellos que quieran mantener la acción en los límites de la legalidad burguesa y con esto mismo apagarla y sofocarla, y la dirección del Partido, que empujando al potenciamiento y a la generalización de la lucha proletaria, arrastrará con esto mismo a estos organismos al terreno revolucionario.

(3ª parte)  [ 1 - 2 ]

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 Del archivo de la Izquierda:

LAS TESIS DE LA IZQUIERDA (II)




El curso histórico del movimiento de clase del proletariado
Guerras y crisis oportunistas
(extraído de la revista "Prometeo", núm. 6, marzo-abril de 1947)

Las primeras manifestaciones de una actividad de clase del proletariado acompañan desde su comienzo al advenimiento del régimen burgués. Inmediatamente después de haber ofrecido al Tercer Estado revolucionario todo su apoyo y alianza, el Cuarto Estado, es decir, la clase de los trabajadores, intenta avanzar, esperando ver en seguida cumplidas las promesas que la joven burguesía hizo a sus socios. Los primeros choques se producen pronto, y en ellos la burguesía usa contra las tentativas obreras la misma estructura terrorista que ya empleó para demoler la contrarrevolución feudal. En la Revolución Francesa este aspecto histórico se manifiesta con la Liga de los Iguales, de Graco Babeuf, que intenta, inmediatamente después del Terror, un movimiento por la igualdad económica y social, que es aplastado con una despiadada represión por parte del Estado burgués.

Pero en todos estos primeros movimientos el aspecto clasista de la cuestión es todavía bastante confuso. Aún durante algunos decenios, estos primeros conflictos económicos entre patronos de las fabricas y asalariados, que conducen en Inglaterra, en Francia y también en otros países a choques sangrientos, se presentan como fenómenos históricos independientes de los primeros enunciados de sistemas socialistas y comunistas, en las cuales se esboza una crítica a la sociedad surgida de la revolución política burguesa y se reivindica un nuevo orden social que suprima la desigualdad económica.

Los teóricos de estos primeros enunciados no piensan que se deba confiar a las mismas masas sacrificadas la tarea de suprimir la injusticia económica, sino que, siguiendo la estela metafísica del Iluminísmo en el modo de pensar y proceder, creen poder influir sobre una indecisa conciencia política y moral colectiva, sobre las mismas clases dirigentes, sobre los jefes del Estado, sobre los monarcas.

La falta de sentido histórico y científico de estas primeras aspiraciones socialistas les lleva, con el fin de condenar la avaricia de la explotación capitalista, a hacer apología de las pasadas formas reaccionarias y feudales. En otros sistemas más modernos, pero siempre incompletos e inadecuados, son aceptados por los primeros socialistas los postulados y los resultados de la revolución burguesa democrática, buscando afanosamente en ésta un desarrollo histórico continuo, que pueda insertar en aquellos las ulteriores reivindicaciones capaces de reducir la enorme y creciente distancia económica entre las clases privilegiadas de los patronos y las masas trabajadoras pobres.

Una de las características esenciales de la nueva doctrina del movimiento proletario, la cual es proclamada por el Manifiesto de los Comunistas de Marx y Engels en el 1848, junto a los dos fundamentos de la concepción materialista de la historia y de la teoría económica de la plusvalía, es la superación crítica de toda forma de utopismo. La aspiración a la sociedad comunista no aparece ya como un proyecto de sociedad futura que deba prevalecer por las adhesiones que producen la equidad y la perfección de su trazado, sino que llega a ser el contenido mismo y el desarrollo último de la incesante lucha de clase entre capitalistas y trabajadores, que acompaña en todo su proceder histórico al régimen burgués. El advenimiento del socialismo no es un complemento y una integración de la democracia liberal, sino que es una nueva fase histórica que dialécticamente la niega, y que sucede a aquella únicamente a través del clímax insurreccional del conflicto de clase.

Mientras, de este modo se establecen las bases de la teoría comunista, sobresale en todos los ángulos del mundo capitalista el movimiento del proletariado. El trabajador, -- a quien la conquistada libertad de vender su fuerza de trabajo, y el ambiente jurídico y psicológico individualista creado por la revolución burguesa no le dejan más alternativa que la aceptación supina de las condiciones patronales o la muerte por indigencia -- reacciona ante esta inferioridad empleando en la práctica y antes de tener conciencia teórica una nueva arma: la asociación económica. Al mundo de la libertad individual ilimitada, que económicamente equivale a la facultad de la desenfrenada concurrencia, por la cual la patronal tiene la sartén por el mango al poder sustituir con un nuevo hambriento a cualquiera que rechace las condiciones de empleo, le va reemplazando un mundo nuevo: el de la organización sindical, que trata colectivamente las condiciones de trabajo para todos sus miembros, y que funciona más eficazmente cuanto mayor es el número de asalariados que consigue encuadrar.

El sistema teórico del derecho burgués liberal rechaza primeramente esta nueva forma, en cuanto su tendencia consiste en no admitir entre el individuo y el Estado otra estructura que no sea la del mecanismo de elección de delegados, que no se presta a trasformarse en un arma de la acción autónoma de clase. Por consiguiente, la burguesía, en su primera fase, condena las organizaciones económicas de los trabajadores, prohíbe las huelgas con sus leyes, y las rechaza con su policía.

Pero muy pronto, con el paso a la segunda fase aparentemente pacífica del liberalismo, la burguesía revisa sus intereses al consentir como legales las organizaciones económicas de los trabajadores. Cuando se las prohíbe con los medios del Estado, se empuja al proletariado más directamente hacia la lucha política, y se acelera la formación de su conciencia de clase; y esto pone de manifiesto que las conquistas sindicales, aunque sirven para mejorar momentáneamente la situación que los trabajadores sufren, no resuelven el problema social si no se afronta la fuerza dominante del poder político y del Estado.

Clarísima tarea, desde ese momento, del partido político de la clase trabajadora es la de hacer palanca sobre todas las agitaciones económicas de los trabajadores con el fin de establecer una mayor solidaridad entre las diferentes categorías de oficios, entre los trabajadores de las diversas ciudades y de las diferentes naciones, trasformando el movimiento en un esfuerzo general de toda la clase obrera contra los cimientos de las instituciones capitalistas, e induciendo a los trabajadores a preocuparse de las relaciones generales de toda la economía y de toda la política nacional y mundial.

El paso desde las agitaciones económicas locales y aisladas hasta el movimiento político general del proletariado se presenta como una extensión de la base del movimiento en el espacio, más allá de los límites de las fronteras, y como una extensión de su proceso en el tiempo, asumiendo como objetivo las realizaciones que están al final de todo el ciclo del movimiento de la clase proletaria dentro del mundo burgués y contra este. Tal tarea es asumida por la I Internacional de los Trabajadores, que sin embargo se encuentra con múltiples obstáculos debido a la inmadurez de las condiciones históricas generales.

La misma perspectiva de efectuar la primera revolución siguiendo las huellas directas de la tercera gran revolución burguesa de Alemania del 1848, habiéndose resuelto con una derrota de las fuerzas proletarias, contemporánea a la sufrida en otros países, particularmente en Francia, coloca al movimiento clasista en una situación de dificultad e incertidumbre doctrinal y organizativa, debido a las interferencias provenientes de las influencias burguesas, que se manifiestan o en tendencias pseudo-socialistas vagamente iluministas y humanitarias o en los éxitos del movimiento anarquista, el cual, desde el primer momento, se coloca en antítesis con el comunista marxista. El anarquismo presenta una solución aparentemente más radical del problema de la revolución, queriendo suprimir en una única y gran jornada de la guerra de clase a Dios, al patrón, y al Estado. En realidad, a esa concepción, importante por el hecho de que concibe como punto de llegada una sociedad sin explotación económica y por consiguiente, sin poder estatal, exactamente como la concibe el comunismo, le falta la justa valoración histórica del proceso propia del marxismo, según el cual el derrocamiento del poder político de la burguesía y la construcción de un Estado político del proletariado son los únicos medios reales que hacen posible la destrucción del privilegio económico capitalista; y solamente los proletarios, encuadrados en su consciente movimiento político de partido, pueden ser los protagonistas de tal batalla. El anarquismo, por el contrario, pone sus postulados como reivindicaciones metafísicas del Hombre en cuanto tal, considera las fases históricas que condicionan el ulterior proceso solamente como arbitrarias imposiciones a una libertad e igualdad natural innata en el individuo; y en un último análisis, a pesar de predicar el empleo de medios como la lucha armada, recae, en la esterilidad de los ideologismos burgueses.

El movimiento internacionalista surge de la crisis de la lucha entre Marx y Bakunin, y si se examina el proceso internacionalmente y a grandes rasgos, más o menos en la fase culminante del segundo estadio del ciclo político burgués, es decir, cuando el capitalismo, seguro ya de los peligros de retornos feudales, y sin estar todavía seriamente amenazado por la revolución proletaria, realiza a lo sumo en política el régimen democrático-parlamentario, y parece por algunos decenios alejado de grandes conflictos militares de alcance europeo o mundial.

En tal fase el movimiento proletario, reorganizado en la II Internacional, y apoyado en el florecimiento en todos los países de vastas organizaciones sindicales y de grandes partidos socialistas con amplias representaciones parlamentarias, aún proclamando su ortodoxia teórica a los dictados marxistas, se orienta progresivamente hacia nuevas concesiones revisionistas, que, casi insensiblemente, conducen a abandonar en realidad esa ortodoxia.

El revisionismo en sentido reformista desarrolla en su doctrina que aunque el capitalismo deberá hacer sitio a la economía socialista, ésta trasformación no comportará necesariamente la catástrofe revolucionaria y el choque armado de las clases. El Estado burgués puede ser, según esta concepción, progresivamente empapado de influencia proletaria, de manera que se transforme con sucesivas medidas legales y reformas sociales el carácter de su organización económica. De esta manera, por un lado se da la máxima importancia a las cotidianas conquistas sindicales, y por el otro a la legislación social provocada por los cada vez más numerosos representantes socialistas en los parlamentos burgueses. El ala derecha de esta corriente, aunque sea contra la resistencia de la parte mejor de los socialistas, propone abiertamente la alianza con los partidos burgueses de izquierda en las elecciones, e incluso la participación con los ministros socialistas en los gobiernos burgueses (posibilismo).

Otra corriente revisionista, el sindicalismo revolucionario, parece reaccionar ante el revisionismo reformista, por cuanto proclama contra el método de la colaboración sindical y parlamentaria el de la acción directa, y sobre todo el de la huelga general, que debería llegar hasta la expropiación de los capitalistas; pero en realidad se extravía también de la justa vía revolucionaria, ya sea porque surge de tendencias neo-idealistas y voluntaristas burguesas, ya sea porque cree erróneamente que la organización económica sola pueda realizar toda la tarea de la lucha por la emancipación del proletariado, empleando la fórmula: «el sindicato contra el Estado» en lugar de la fórmula marxista: «el partido político obrero de clase y la dictadura del proletariado contra el Estado de la burguesía». Las degeneraciones del reformismo habían conducido a la llamada izquierda sindicalista a confundir la acción política con la acción electoral y parlamentaria mientras que la forma históricamente exquisita de la acción política desarrollada por medio del partido debe ser considerada la acción de combate revolucionario.

En tal situación, y no sin la oposición de los socialistas marxistas revolucionarios, coherentes en todos los países con la doctrina política fundamental del proletariado, la Internacional proletaria se encontró ante los problemas del extendido imperialismo y de la guerra por los mercados.

En la primera guerra mundial, como desgraciadamente los revolucionarios desengañados debieron convenir con los reaccionarios burgueses triunfantes, se verificó la quiebra en el plano político de la II Internacional, que debía haber acogido el estallido de la guerra entre los Estados como el momento mejor para la insurrección de clase en todos los países y para el asalto al poder de la burguesía. En cambio, los partidos socialistas en casi todas partes se unieron a la política de los respectivos Estados, sustituyendo la consigna de la lucha de clase por la de solidaridad nacional.

El proletariado, que según el Manifiesto de los Comunistas, no tenía nada más que perder que sus propias cadenas, habría descubierto, según las declaraciones de sus jefes, que había muchos patrimonios que salvar: la libertad y la independencia de la patria, y (según la concepción de que la movilización de la ideología de las masas por parte de sus dominadores se realizó de forma paralela a la movilización de sus brazos para la guerra) el contenido democrático de la revolución burguesa. Un imaginario fantasma había surgido en el mundo amenazando estas preciosas conquistas, era el del retorno de un Medievo despótico, absolutista, teocrático, feudal, personalizado en los regímenes de los Imperios Alemanes. La teoría, que falsificando toda evaluación marxista de la historia contemporánea, sometía los movimientos de la acción y de la política proletaria a este pretendido peligro, tuvo también éxito en Italia, y fue representada por el movimiento interventista, que apoyó la participación en la guerra al lado de la Entente, y fue capitaneada por el mismo hombre que después llegó a jefe del régimen fascista.

En el seno del movimiento proletario, la reacción a este desastre teórico, organizativo, y político fue representada por las fuerzas que fundaron la Tercera Internacional, reuniéndose alrededor del partido proletario revolucionario de Lenin, que realizó en Rusia la primera victoria del proletariado en la lucha por la conquista del poder en un gran país.
 

* * *

A veinte años de distancia, y en presencia de la segunda gran guerra imperialista, la presentación de la situación mundial, efectuada con medios todavía más imponentes con el fin de aprisionar la ideología de las clases proletarias, ha sido perfectamente análoga a la de la primera guerra mundial. También esta vez la propaganda del imperialismo capitalista ha trabajado, desde cualquier parte del frente, para construir un espejismo artificial, en nombre del cual la clase obrera de cada país debía desistir de cualquier idea de batalla social, y unir sus fuerzas a las de los Estados dominantes en nombre de la solidaridad nacional.

Tanto los fascistas y nazis, como los demócratas en el otro bando, se han batido en resumen bajo la misma consigna: concepto de pueblo en lugar de concepto de clase, combinación política de todos los partidos nacionales en la guerra y por el esfuerzo de guerra. En Italia, en sustancia, es el mismo discurso que por todas las tribunas fue lanzado a las masas expectantes, antes y después del 25 de julio, aquí y allá del frente móvil que distinguía las dos Italias: unidad nacional, unión de todas las clases, guerra y victoria.

Por cuanto concierne al campo en el que en realidad nos encontramos, el fantasma del 1914 ha sido reconstruido con mayor habilidad y con los recursos más potentes que nunca los medios técnicos modernos hayan ofrecido a la propaganda: en el lugar de Guillermo II, maquillado por los mussolinistas de entonces, está hoy el Eje nazi-fascista y la grotesca figura del mismo Mussolini en una nueva edición, y del dictador Hitler, cuyas crisis psiquiátricas habrían devenido los motores de la historia en lugar de los contrastes de los intereses económicos y de los privilegios sociales.

El proletariado mundial no tendría más deber que el de defender una de las partes del frente: de este lado debe ser un soldado disciplinado, del otro lado revolucionario derrotista; y, como se comprende, pasando el frente, se encuentra el equipo propagandista exactamente puesto al revés.

El problema es de un alcance formidable, pero desde luego se puede asegurar que la restauración de la orientación política del proletariado no se puede conseguir sin despedazar despiadadamente este aparato gigantesco de falsificaciones.

Aquí no puede haber más que una elección: por un lado, la tesis, que es patrimonio común de todos los hombres modernos de cualquier condición social, según la cual hay que defender una serie de conquistas amenazadas por el fantasma de la reacción fascista, y este peligro justifica el abandono de toda revolución y lucha de clase; y por otro lado, el sistema de tesis sobre el cual repetidas veces se edificó, se encuadró y se lanzó en la acción teórica el movimiento de emancipación del proletariado. Si este movimiento puede todavía reconstruirse y prepararse para nuevas batallas, solo lo podrá hacer, tanto nacional como internacionalmente, liberándose de los esquemas de las doctrinas de la solidaridad clasista construidas por un lado con la mística y la teología de la patria y de la raza, y por el otro con la del liberalismo para uso interno y externo, del cual serían depositarios por su tradición de honestidad y de gentilhommerie política algunos países del mundo capitalista.

Así como la III Internacional fue fundada por Lenin y dirigida a la gran victoria revolucionaria de Rusia partiendo de la crítica del oportunismo socialdemocrático y socialpatriótico, que había determinado el hundimiento de la II, así el primer paso hacia el resurgir de la Internacional revolucionaria del proletariado es la crítica al neo-oportunismo en el cual la misma III Internacional ha caído, llegando a su liquidación también de forma oficial. El fenómeno, mejor dicho, resulta más imponente por su gravedad y su extensión en la actual crisis del movimiento proletario, que ha acompañado a la segunda guerra mundial.

Con la palabra «oportunismo» no se quiso expresar en los años 1914-1919, un simple juicio moral sobre la traición de los jefes del movimiento revolucionario, que en el momento decisivo se revelaron agentes de la burguesía, difundiendo consignas diametralmente opuestas a las de la propaganda que habían desarrollado durante años. El oportunismo es un hecho histórico y social, es uno de los aspectos de la defensa de clase de la burguesía contra la revolución proletaria; al contrario puede decirse que el oportunismo de las jerarquías proletarias es el arma principal de esta defensa, como el fascismo es el arma principal de la estrechamente conexa contraofensiva burguesa; así que los dos medios de lucha se integran en un fin común.

En el estadio imperialista el capitalismo procura dominar sus contradicciones económicas con una red central de control, tratando de coordinar con un hipertrófico aparato estatal el control de todos los hechos sociales y políticos, y para ello modifica su acción con respecto a las organizaciones obreras. Al principio, la burguesía las había condenado; más tarde, las había autorizado y dejado crecer; en este tercer periodo, la burguesía comprende que no puede ni suprimirlas ni dejarlas desarrollarse autónomamente, y se propone encuadrarlas con cualquier medio en su aparato de Estado, en aquel aparato que era exclusivamente político a principios del ciclo y que llega a ser, en la época del imperialismo, político y económico al mismo tiempo: el Estado de los capitalistas y de los patronos se transforma en Estado-capitalista y Estado-patrón. En esta vasta estructura burocrática se crean puestos de dorada prisión para los jefes del movimiento proletario. Por medio de mil formas de arbitrajes sociales, de instituciones asistenciales, de entidades con una aparente función de equilibrio entre las clases, los dirigentes del movimiento obrero dejan de apoyarse sobre sus fuerzas autónomas, y son absorbidos en la burocracia del Estado.

Como es comprensible, esta jerarquía, mientras demagógicamente adopta el lenguaje de acción de la clase y de las reivindicaciones proletarias, deviene impotente a cualquier acción que se ponga contra el aparato del poder burgués.

La característica del oportunismo es dada por el fenómeno según el cual en los momentos críticos de la sociedad burguesa, que eran precisamente aquellos en los que se tenía la intención de lanzar la consigna por las máximas acciones proletarias, los órganos directivos de la clase obrera «descubren» que es por el contrario necesario luchar por otros objetivos, que no son ya los de clase, sino que hacen necesaria una coalición entre las fuerzas de clase del proletariado y una parte de las burguesas.

Puesto que la conciencia política de los trabajadores reposa sobre todo en el vigor y en la continuidad de acción de su partido de clase, cuando los jefes, los propagandistas, la prensa de éste, de improviso, en la apertura de una situación decisiva, hablan el inesperado lenguaje que les es inspirado por la acertada maniobra de movilización de los oportunistas por parte de la burguesía, a continuación sigue la desorientación de las masas, y la quiebra, casi segura, de cualquier tentativa de acción independiente.

Cuando el oportunismo de la II Internacional, abriendo un verdadero abismo bajo los pies del proletariado en marcha, «descubre» que los objetivos del socialismo debían dejarse a un lado, y que se debía pasar a combatir por los de la independencia nacional o los de la democracia occidental (en Alemania se trataba de luchar por la cultura y la civilización contra la reacción zarista y asiática...), sin embargo los jefes oportunistas afirmaron que se trataba solamente de conceder a la burguesía una tregua momentánea, y que una vez terminada la guerra, la lucha de clase y el internacionalismo serían de nuevo puestos en primer lugar. La historia mostró el engaño de esa promesa puesto que, cuando el proletariado en Rusia (victoriosamente) y en otros países pasó a la lucha contra el poder burgués, la estructura de la jerarquía oportunista social-democrática se unió a los burgueses más reaccionarios en el intento de derrotar la revolución.

En el período de la segunda guerra mundial, el oportunismo que ha conquistado las filas de la III Internacional -- cuyo proceso histórico se puede indagar mejor siguiendo el desarrollo de Rusia desde 1917 hasta hoy -- ha dado una discurso más adelantado que la del clásico oportunismo desbaratado por Lenin. Según el plan de los nuevos oportunistas, la burguesía obtendrá una tregua de toda lucha de clase, y más bien una directa colaboración en los gobiernos nacionales como en la construcción de nuevos organismos internacionales, no solo por todo el periodo de la guerra y hasta la derrota del monstruo nazista, sino por todo el periodo histórico sucesivo, del que no se vislumbra el final, durante el cual el proletariado mundial debería vigilar, de común acuerdo con todos los organismos del orden constituido, que el peligro fascista no resurja, y colaborar en la reconstrucción del mundo capitalista devastado por la guerra (y con ello se entiende por la guerra del Eje). Por lo tanto, el oportunismo no promete ni siquiera el retorno después de la guerra a la autonomía de acción de clase de los trabajadores.

Esta colaboración en la reconstrucción de la acumulación capitalista destruida en la tragedia bélica no es en realidad otra cosa que el más feroz sometimiento de la fuerza de trabajo a una doble extorsión; la que genera el beneficio normal del patrono, y la que vendrá de reconstruir el colosal valor del capital destruido. Esta fase será para la clase dominante más onerosa bajo otras formas que la de la sangrienta guerra, y el nuevo organismo internacional al que se quiere asegurar la colaboración proletaria, bajo el pretexto de garantizar la seguridad y la paz, será el primer ejemplo de entramado conservador mundial, dirigido a perpetuar la opresión económica y a despedazar todo conato revolucionario.

En la construcción del programa político del partido comunista internacionalista, que tenía la misma tarea que tuvieron de 1914 a 1919 los grupos de la II Internacional luchando contra el oportunismo, deberán ser precisados como puntos esenciales de una plataforma de opinión, de organización y de batalla los juicios y las posiciones hacia todos estos fenómenos dominantes del mundo moderno y del desarrollo histórico que atravesamos, haciendo esta precisación plenamente coherente con las tradiciones del marxismo revolucionario.

Es un proceso histórico normal que la clase burguesa consiga combatir a la clase obrera, para realizar sus postulados no solo cuando estos tienen un valor histórico revolucionario (como en la Francia del 1789, en la Alemania del 1848, en la Rusia del 1905 y de febrero de 1917), sino también cuando se trata de otros menos decisivos desarrollos históricos del devenir capitalista. Apenas las falanges proletarias han cumplido su tarea de potentes aliados, e intentan en el ímpetu de los acontecimientos representar un papel autónomo, la burguesía, aun sin necesidad de sustituir los encuadramientos políticos que usaron sus ideologías de izquierda, emplea el poder estatal sólidamente conquistado para batir y dispersar con violencia las formaciones proletarias (como en Francia en 1848 y en 1871, en Alemania en 1918, en Rusia, permaneciendo por primera vez derrotada, de 1917 a 1920).

El partido de clase del proletariado debe saber prever que también al término de esta guerra, después de la invitación y los grandes éxitos junto a la burguesía de los países aliados en la lucha contra el fascismo (invitación a la que han respondido no solo los jefes oportunistas del movimiento obrero en todos los países, sino también grupos generosos y engañados de combatientes partisanos) seguirá, como ya ha seguido en muchos países llamados liberados, una represión no menos decidida que la fascista, contra las tentativas de estos organismos irregulares armados de realizar objetivos propios y autónomos, y de mantener localmente el poder conquistado combatiendo contra los alemanes y los fascistas.

El mismo movimiento de organización económica del proletariado será aprisionado, exactamente con el mismo método inaugurado por el fascismo, es decir, con la tendencia al reconocimiento jurídico de los sindicatos, lo que significa su transformación en órganos del Estado burgués. Estará claro que el plan para vaciar el movimiento obrero, propio del revisionismo reformista (laborismo en Inglaterra, economismo en Rusia, sindicalismo puro en Francia, sindicalismo reformista a la Cabrini-Bonomi y más tarde Rigola-D'Aragona en Italia) coincide en sustancia con el del sindicalismo fascista, el del corporativismo de Mussolini, y el del nacionalsocialismo de Hitler. La única diferencia está en que el primer método corresponde a una fase en la que la burguesía piensa únicamente en la defensiva contra el peligro revolucionario, y el segundo a la fase en la que, por el incremento de la presión proletaria, la burguesía pasa a la ofensiva. En ninguno de ambos casos ella confiesa hacer obra de clase, sino que proclama siempre querer respetar la satisfacción de ciertas exigencias económicas de los trabajadores y realizar una colaboración entre las clases.

Ya que la segunda situación, de la contraofensiva fascista (que acelera la insidiosa absorción oportunista del movimiento obrero entre los resbaladizos tentácudel pulpo estatal pasando a su abierta y violenta demolición), se verifica generalmente en los países derrotados o duramente afectados por la guerra, esta vez la coalición contrarrevolucionaria mundial se cuidará bien de abandonar incontrolados los territorios de los países vencidos, pero instaurará una guardia de clase internacional, permitirá solamente organizaciones controladas y administradas, vigilará, como se anuncia, por muchos años, para impedir no ya la hipotética dictadura de derecha, sino cualquier forma de agitación social.

Serán así controlados no solo los países vencidos, sino los mismos países aliados liberados de la ocupación enemiga. Es más, se efectuará una dictadura de los grandes conglomerados estatales. Los Estados menores caerán en un régimen colonial, no tendrán ni economía susceptible de vida propia, ni autonomía de administración y de política interna, y aún menos, apreciables fuerzas militares susceptibles de libre empleo.

Una situación análoga, pero menos delineada, tuvo lugar en Europa entre las dos guerras, después de la paz de Versalles, inspirada en el clamoroso engaño de las hipócritas ideologías wilsionanas. Se habló, entonces, en las tesis comunistas, de opresión nacional y colonial, paralela a la opresión de clase que el imperialismo ejercitaba en las metrópolis. Hoy, con una América que ya no simula su aislacionismo, sino que interviene tanto en la paz como en la guerra en los asuntos de todos los continentes, será más indicado hablar de una opresión estatal, de vasallaje de los pequeños Estados burgueses respecto a los grandes y pocos monstruos estatales imperiales, así como vasallos de estos son los patronos terratenientes y neocapitalistas en los países de los pueblos de color.

En vez de un mundo de libertad, la guerra habrá portado consigo un mundo de mayor opresión. Cuando el nuevo sistema fascista, aportación de la más reciente fase imperialista de la economía burguesa, lanzó una amenaza política y un desafío militar a los países en los que la rancia mentira liberal aún podía circular como supervivencia de una fase histórica superada, dicho desafío no dejaba al agonizante liberalismo ninguna alternativa favorable: o los Estados fascistas ganaban la guerra, o la ganaban sus adversarios, pero con la condición de adoptar la metodología política del fascismo. No se trató de un conflicto entre dos ideologías o concepciones de la vida social, sino del necesario proceso de llegada de la nueva forma del mundo burgués, más acentuada, más totalitaria, más autoritaria, más decidida a todo esfuerzo por la conservación y contra la revolución.
 

* * *

El movimiento de la clase obrera, que reaccionó insuficientemente ante las sugestiones que la propaganda burguesa puso en marcha para presentar la primera guerra imperialista, con el falso esquema del conflicto entre dos ideologías y dos diferentes destinos del mundo moderno, de igual forma y aún más gravemente ha caído en ambos lados del frente en la análoga propaganda de la presentación ideológica de la guerra actual. Es indispensable para el porvenir de la Internacional revolucionaria que sea restaurada la posición crítica proletaria sobre el significado de la guerra.

Los Estados militares no entraron en conflicto para imponer al mundo regímenes sociales similares a los que rigen en sus propios países. Esta es una concepción voluntarista y teleológica: si fuese aceptable, significaría que el método marxista es abandonado.

La guerra es indudablemente una resultante de causas sociales, y sus éxitos militares se insertan como factores de primer orden en el proceso de trasformación de la sociedad internacional, interpretado de forma materialista y clasista. Pero ha renegado del marxismo quien cree que las guerras se pueden explicar con el mísero bagaje teórico que hace de ellas otras tantas cruzadas.

Las guerras no son decididas por la crueldad o por la ambición de los gobernantes y de los emperadores; o, al menos, es preciso elegir entre esta explicación de la historia y la radicalmente opuesta propia de los marxistas.

Muchas de las guerras que precedieron a la fase del modernísimo imperialismo sirvieron para acelerar el desarrollo revolucionario de la época burguesa, como sucede especialmente entre 1848 y 1878. Pero en las mismas guerras de la época napoleónica el esquema filosófico-ideológico de explicación cae en un clamoroso fallo.

Inglaterra, que en el camino de la revolución capitalista había precedido a Francia en casi dos siglos, se convierte, después de la Revolución Francesa, en sostén de las coaliciones contra ella, junto a las potencias feudales y absolutistas de Prusia, Austria, y Rusia. La explicación a este posicionamiento de fuerzas hay que buscarla en los particulares intereses del capitalismo inglés por aprovechar la posición estratégica de sus metrópolis para la conservación del ya preponderante imperio colonial mundial, evitando cualquier constitución de un Estado hegemónico en el continente.

Si el sofisma ideológico falla al tratar de explicar el posicionamiento militar de los Estados, no menos falso resulta cuando trata de aclarar el alcance de la victoria de los coaligados contra Francia, a pesar de la cual las directivas sociales y políticas del ordenamiento burgués prevalecen tanto en los países vencidos como en los vencedores.

Bonapartistas franceses y prusianos alemanes proclamaban por igual que eran los combatientes de la civilización y de la libertad. Vencieran unos u otros, era el inexorable devenir capitalista el que avanzaba y con muy distinto valor en el explicación del traspaso histórico se revela el método social clasista del marxismo, fundamentalmente inconciliable con el vulgar, escolástico y fariseo del «cruzadismo».

La Inglaterra burguesa e imperial pudo asistir neutral al conflicto de 1859, y aún al de 1870, que la misma Internacional de Marx -- aun pudiendo inmediatamente después elevarse a la clásica interpretación del juego de las fuerzas de clase en el evento histórico de la Comuna parisina -- define alternativamente como guerra de progreso contra el bonapartismo y como guerra de opresión del bismarckismo. Y el capitalismo inglés, en efecto, controlaba en aquel periodo que la segunda Francia napoleónica no llegase a ser centro imperial demasiado amenazante.

En la primera guerra mundial, crecido de modo impredecible el potencial económico del capitalismo germánico, los burgueses de Francia y de Inglaterra ponen en marcha desenfrenadamente contra el nuevo peligro las mentiras de la retórica liberal-democrática.

Lo mismo hacen en la segunda guerra mundial los adversarios de Alemania, ocultando bajo la cobertura alucinante de su aparato propagandístico las bases reales del conflicto, y volviendo a utilizar esa estructura de argumentaciones que, estando ya históricamente más que rancia, no se puede definir mejor que con el término «mussolinismo».

Desde su propio ángulo los regímenes del Eje planteaban su ostentosa campaña contra aquellos que definieron las «plutocracias» sobre una relación real, exacta desde el punto de vista marxista y plenamente diagnosticada por Lenin en el «Imperialismo», o sea, sobre la estridente desproporción entre la densidad de la población metropolitana y la extensión de los imperios coloniales, por la cual Alemania, Japón e Italia presentaban condiciones sociales antinómicas a las de Francia, Inglaterra, América y también Rusia: pero revelaron tanto en la conducta de guerra como en el mismo contraataque propagandístico su sujeción de clase y el temor reverencial por el principio del capitalismo plutocrático y por sus poderosas ciudadelas mundiales de Inglaterra y de América, que habían atravesado los últimos 150 años convulsos de historia sin fracturas, en la histórica continuidad de los potentes aparatos estatales.

El nazismo quiso desquitarse de los conglomerados estatales enemigos, dándoles a elegir entre el desastre militar y la concesión al odiado concurrente imperialista de una adecuada cuota del espacio explotable del planeta. Pero los capitalismos de Inglaterra (sobre todo) y de América soportaron impasibles los reveses militares de la guerra relámpago, apostando con increíble seguridad y a pesar de la gravedad del riesgo sobre la lejana victoria final. Tal hecho histórico representa uno de los más admirables empleos de potenciales actuaciones en el camino de la humanidad, pero al mismo tiempo es el más grande triunfo del principio de conservación de las relaciones vigentes, y la más grande e histórica victoria de la reacción.

Los Estados del Eje, y sobre todo Alemania, lanzados sobre el camino del éxito, que concebían solamente como un compromiso impuesto al enemigo sobre la común base de los planes del imperialismo fascista mundial, no intentaron ni siquiera hundir al menos uno de los fortines adversarios, el inglés, como quizá hubieran podido conseguir, si en vez de irradiar avances centrífugos por toda Europa, África, y después hacia el Oriente ruso (con el fin de asegurarse pruebas para el chantaje histórico), lo hubieran golpeado a fondo después de Dunquerque en la secular metrópoli con todos sus recursos. El hundimiento de ésta, como sentía la burguesía ultra-industrial gobernante en el país de Hitler, habría hundido al capitalismo mundial, o por lo menos lo habría arrastrado a una crisis espantosa, poniendo en movimiento las fuerzas de todas las clases y de todos los pueblos atormentados por el imperialismo y la guerra, y quizá invirtiendo tremendamente las directivas sociales y políticas del coloso ruso aún inactivo.

La propaganda del Eje, en esta situación, silenciando los motivos anti-capitalistas con su falso tañido, se desacreditó totalmente en la denuncia del peligro del bolchevismo, intentando siempre provocar la solidaridad de la burguesía enemiga delante de la perspectiva de las consecuencias revolucionarias de una victoria rusa. Tal propaganda acabó colaborando en la desorientación de las fuerzas proletarias revolucionarias, induciéndolas otra vez más a esperar la revolución del desenlace de la guerra entre Estados y no de la guerra de clase; pero no sirvió para conmover a los estratos dirigentes de los gobiernos capitalistas anglosajones, confiando, en un balance exacto y

justo, en la capacidad de su propio armamento económico y en la realidad de las relaciones sociales y políticas mundiales, y adoptando de lleno sin dudas ni contemplaciones los métodos totalitarios y centralizadores con su superior rendimiento técnico, político y militar, en seis años han vaticinado y efectuado la destrucción militar de su enemigo, llegando a ser con ello los vencedores pero también los ejecutores testamentarios.

Realizada esta victoria, se sentarán las bases para un desarrollo de la era capitalista imperialista-fascista que prevalecerá en los grandes países del mundo, y gravitará bajo una constelación de grandes Estados, señores de las clases trabajadoras indígenas, de las colonias de color, y de todos los Estados satélites menores en los países de raza blanca, constelación en la cual abiertamente entra la nueva Rusia, en la cual no parece que se dejará entrar a Francia, y en la que tal vez el mismo capitalismo alemán (aquel que ha dado los mayores éxitos en el grandioso experimento de la modernísima forma capitalista de control y dominio de las reacciones de la economía burguesa, realizando el más perfecto de los tipos del moderno Estado monopolista), a pesar del enorme derroche de maledicencias retóricas, podría tener un puesto mejor que aquel reservado a las mismas clases dominantes de los países menores, no solo enemigos sino aliados, es decir, de aquellos para cuya supuesta liberación de la opresión despótica se pregonó la presentación de esta bárbara, feroz y maldita guerra como una cruzada por una mejor y redimida humanidad.

Ante esta nueva construcción del mundo capitalista, el movimiento de la clases proletarias podrá reaccionar solamente si comprende que no se puede ni se debe añorar el pasado estadio de la tolerancia liberal, de la independencia soberana de las pequeñas naciones, sino que la historia ofrece una única vía para eliminar todas la explotaciones, todas las tiranías y todas las opresiones, que es la de la acción revolucionaria de clase, que en todo país, dominador o vasallo, ponga a las clases trabajadoras contra la burguesía local, con completa autonomía de pensamiento, de organización, de comportamiento político y de acción de combate, y por encima de las fronteras de todos los países, en paz y en guerra, en situaciones consideradas normales o excepcionales, previstas o imprevistas por los esquemas filisteos del oportunismo traidor, y una las fuerzas de los trabajadores de todo el mundo en un organismo unitario, cuya acción no se pare hasta el completo abatimiento de las instituciones del capitalismo.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 



NOTICIARIO

LO HAN DICHO ELLOS

En el momento de redactar esta nota, son ya doce los mineros asesinados por la patronal en lo que va de año en León y Asturias. La complicidad directa de los sindicatos del régimen en estos crímenes es ya tan evidente, que hasta los mismos politicastros de la burguesía deben reconocerlo: «Cuando un sindicato tiene que estar al servicio de y para los trabajadores, está financiado por un patrón, por un Gobierno, pues como dice el refrán, "el que paga manda"» (Declaraciones del diputado Antón Saavedra de Izquierda Unida (IU) en el Parlamento asturiano, posteriormente "desautorizado" por la dirección de IU en Asturias. El Mundo, 18-4-96).
¿Proximidad de las tesis de IU a las posiciones marxistas? No se trata de eso, precisamente. Las declaraciones de Su Señoría llegan en un momento en el que la rabia de los trabajadores gestada durante años de crímenes patronales sin respuesta y de traición sindical puede desbordarse algún día amenazando la paz social. De ahí que donde el oportunismo sindical se vea desbordado quede el punto de referencia del cretinismo parlamentario, para que tras pomposas declaraciones, se diga defendiendo lo esencial: el mantenimiento de la explotación capitalista y la esclavitud asalariada.

IMPUNIDAD EN ARGENTINA

Las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida fueron el reconocimiento del Estado burgués argentino a los buenos servicios prestados por sus esbirros durante la pasada dictadura militar. Ésta y no otra es la justicia que los trabajadores pueden esperar de la democracia capitalista. La historia se repite una y otra vez, a un lado y a otro del Atlántico. ¡Que los proletarios argentinos y de todo el mundo aprendan que la única garantía de justicia para la clase obrera reside en la instauración de su dictadura revolucionaria!

RELEVO DEMOCRÁTICO EN ESPAÑA

Tras catorce años de eficaz gestión capitalista, el así denominado Partido Socialista Obrero Español (PSOE), deja las riendas del gobierno con la satisfacción del deber cumplido. Atrás quedan una modernización y una puesta al día conseguida, como sucede en cualquier país del mundo, degradando la condición obrera en beneficio del capital. Sólo cabe definir estos años "rojos" como los MEJORES desde el punto de vista capitalista de la reciente historia de España.
Las aparentes mejoras en las infraestructuras (demandadas y financiadas en gran parte por la CE) han ido acompañadas de otras obras de envergadura: reconversión industrial sin contemplaciones, despidos masivos, desregulación casi total del mercado laboral, salarios miserables, asistencia social reducida a su mínima expresión... Y todo esto con un coste social mínimo, ya que con un gobierno de derechas (en realidad todos los gobiernos en el capitalismo lo son) estas medidas de ajuste antiobrero habrían sido mucho más difíciles de asimilar por los trabajadores. Es una realidad, momentáneamente desfavorable para el movimiento obrero español, el peso que todavía ejerce el recuerdo de la guerra civil y la dictadura fascista de Franco, y esto es hábilmente utilizado sobre todo como señuelo electoral.
El nuevo gobierno, mejor dicho las nuevas caras que regirán en los próximos años los intereses comunes de toda la clase burguesa, no van a hacer sino seguir las líneas marcadas por sus predecesores y por sus compinches en todo el mundo. Los sindicatos del régimen ya le están facilitando el trabajo, es su función, firmando nuevas traiciones (pactos con la patronal y los gobiernos regionales para acabar con las huelgas y facilitar el despido a bajo coste para los capitalistas). De esta manera, poco a poco han conseguido reducir casi a la nada todas esas mejoras conseguidas durante largos años de lucha y sacrificio por la clase trabajadora.

VACAS CUERDAS, CAPITALISMO LOCO

La alocada carrera por el beneficio no conoce barreras ni sabe de escrúpulos. No es la primera vez, ni tampoco será la última que señalemos el carácter antisocial, nocivo e incluso antibiológico del modo de producción capitalista. Sus resultados están a la vista. La productividad, tanto agraria como industrial se ha multiplicado, pero con ella se han multiplicado el hambre, la miseria y la esquilmación de los recursos naturales. La cuestión de la carne es significativa. La necesidad capitalista de reducir el coste de producción para ganar cuota de mercado sea como sea, ha llevado a la manipulación alimenticia del ganado, ¡incluyendo hasta el canibalismo para no desperdiciar nada! La ganadería intensiva propia del capitalismo ha conseguido multiplicar espectacularmente su producción. Pero esto ha resuelto pocos problemas generales, y está creando otros mayores. Sólo un 10% de la humanidad ingiere mucho más de lo necesario para mantenerse sano, mientras que el resto sufre carencias y hambre crónica. ¿Dónde está el avance? Sólo en la obtención de beneficio para el capital. La locura, por tanto, no está en el ganado, que cada vez más se convierte en un verdadero depósito de proteinas artificiales y a menudo malsanas, sino en esta sociedad en la que vivimos que, día tras día, no hace sino confirmar la ley hegeliana del cambio cuantitativo en cualitativo.

BACILO DE KOCH Y CAPITALISMO

Las cifras (suministradas por la OMS, y por lo tanto libres del virus del comunismo) son elocuentes. En el año 1900 el número de muertos por tuberculosis en todo el mundo fue de dos millones, aproximadamente. En 1995 (¡casi 100 años después de celebrados progresos científicos!) la cifra de muertos ha rondado los tres millones. Pese a la objeción del aumento de población, lo cierto es que el bacilo de Koch, con sus versiones mejoradas, encuentra un excelente caldo de cultivo entre la pobreza y la miseria capitalistas. Que no se trata de algo exclusivo de países endémicamente pobres lo corroboran los datos referentes a las grandes urbes de los países más industrializados. ¡Sólo en Nueva York, el tratamiento contra la tuberculosis ha supuesto el desembolso de centenares de millones de dólares!

SÍNDROME CAPITALISTA

La firma de tratados y acuerdos pone de manifiesto el trabajo de las diplomacias para contener los antagonismos exasperados. En "Comunismo" de enero de 1993 escribíamos: "En tanto que el imperialismo no esté en grado de definir mediante la fuerza militar la división internacional del trabajo y el reparto del mercado mundial, no podrán instaurarse nuevos equilibrios sobre los restos de los que han sido destruidos". La sensación de haber pasado de una fase de posguerra a una de ante-guerra es puesta de manifiesto incluso por la misma burguesía. La clase obrera pagará el precio más alto con su propia vida, si no vuelve a encontrar el camino de la revolución, pero ya se están descargando los efectos de esta crisis sobre el proletariado de cada país. En Yugoslavia entre la indiferencia calculada de la prensa y de los partidos «progresistas», se está consumando desde hace tres años un conflicto que masacra la vida de miles de trabajadores; en el «Corriere della Sera» del 28 de febrero en una correspondencia desde Mostar, se incluye una entrevista con un siquiatra, Ramo Omanovic, que describe los sufrimientos producidos por la guerra: «La guerra ha producido, además de doscientos mil muertos y dos millones de prófugos, un pueblo sufriente. La siquiatría tiene un nuevo síndrome: se llama PTSD, es decir Post Traumatic Stress Disorder, conocido en América como 'síndrome del combatiente de Vietnám'. Pero en este caso, por vez primera, actúa masivamente: llamémoslo 'síndrome bosnio'». La Organización Mundial de la Salud (OMS) calcula que en Yugoslavia un millón de personas tiene necesidad de terapia para enfermedades mentales, pero sólo uno de cada veinte puede ser curado. El síndrome se presenta como algo complejo: hay víctimas, o sea quien ha sufrido torturas o ha contemplado los horrores de la guerra, pero también hay soldados aplastados -- como Macbeth -- por el peso de las atrocidades que les han obligado a cometer.
La falta de un partido revolucionario amplio e influyente se hace notar: en los martirizados Balcanes, en el caso de que fuera evidente la acción del partido comunista, la reacción de los proletarios hambrientos no sería «si no hay pan dadnos veneno», como titula el «Corriere» su información.

MASACRES EN EL LÍBANO

Nuevamente las tensiones interimperialistas se han traducido en choque militar. En este caso, Hezbolá ha sido el pretexto, el ejército israelí el ejecutor, y la población civil pobre libanesa la víctima. Sobre esto último el "parte de bajas" no deja lugar a dudas, ya que los efectivos militares de Hezbolá, fácilmente localizables por la sofisticada maquinaria bélica israelí, han sufrido daños mínimos. Como la reciente tragedia yugoslava muestra, las escaramuzas entre los grandes colosos imperialistas y sus satélites no escatimarán para nada el uso del armamento para masacrar poblaciones enteras, anticipo, en carne viva proletaria, de los próximos horrores que se preparan con la tercera guerra mundial si la revolución del proletariado no lo impide antes.

HUELGAS EN LIVERPOOL

Las duras y prolongadas huelgas de los trabajadores portuarios y de los bomberos de Liverpool confirman que pese a todo, hay sectores de la clase obrera que no se resignan ante el empeoramiento de sus condiciones laborales y de vida. Estas huelgas sectoriales demuestran más que nunca la necesidad de un genuino sindicato de clase, que supere y rompa decididamente las barreras y divisiones impuestas a los proletarios por el régimen burgués y sus lacayos sindicales.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


EL CRISTIANISMO
De religión de los oprimidos a Iglesia Estatal
y mistificación de la sumisión de clase
 
(2ª parte) [ 1 ]

Movimiento obrero y doctrina social de la Iglesia

La aparición de los primeros movimientos obreros y consiguientemente de sus primeras asociaciones o coaliciones sindicales, demostró la falsedad de la teorías liberales y democráticas, según las cuales, los intereses de todos los ciudadanos estarían sabia y equitativamente protegidos por los poderes públicos. En esta primera fase las asociaciones obreras sufrirán por doquier una feroz y despiadada represión por parte de la burguesía, bajo la acusación de querer resucitar las viejas corporaciones gremiales del antiguo régimen feudal (ahí están la ley "Le Chapelier" en Francia en junio de 1791 y la ley del parlamento inglés de julio de 1799). Este período viene así reflejado en un texto del partido: «6 - a) A través de las sucesivas fases históricas, la actividad sindical proletaria ha determinado muy diversas políticas de los poderes burgueses. Ya que las primeras burguesías revolucionarias prohibieron cualquier asociación económica, consideradas como tentativa de reconstitución de las corporaciones antiliberales del Medievo, y dado que cualquier huelga fue reprimida violentamente, todos los primeros movimientos sindicales tomaron aspectos revolucionarios. Ya desde entonces, el Manifiesto advertía que cada movimiento económico y social conduce a un movimiento político y tiene grandísima importancia porque extiende la asociación y la coalición proletaria, mientras que sus conquistas puramente económicas son precarias y no menoscaban la explotación de clase» (Partido revolucionario y acción económica. Reunión de Roma del 1-4-1951).

No hemos encontrado documentos eclesiásticos en los que se ataque directamente a las coaliciones obreras en esta primera fase de prohibición y represión. Pero es una constante en los documentos que hemos consultado la exhortación a que los obreros acepten con resignación y sin recurrir a la violencia su miserable existencia. Dado que en una fase posterior, que coincide con la fase de tolerancia estatal de las coaliciones o sindicatos obreros, la posición de la Iglesia es la de aceptar estos organismos, si bien orientados convenientemente, no resultaría aventurado afirmar que los documentos críticos con los primeros sindicatos proletarios han sido escamoteados para ocultar la contradicción. Esto no sería más que una FALSIFICACIÓN, pero para una organización que ha basado en la falsificación su razón de ser histórica no tendría nada de extraño.

Muy cercana en el tiempo al Manifiesto Comunista, y al calor de los movimientos revolucionarios que por entonces sacudían toda Europa aparece la encíclica Nostri et nobiscum con fecha de 8 de diciembre de 1849. Aquí ya encontramos una primera manifestación de la extraordinaria sensibilidad de los padres de la Iglesia hacia los pobres, consolándoles con su mensaje ya que: «no tienen por qué sentir tristeza de su condición: a veces la pobreza ofrece un camino más fácil para conseguir la salvación, siempre, claro está, que se soporte pacientemente la indigencia y no se sea pobre solo de cuerpo sino también de espíritu». Como puede verse, es difícilmente conjugable esta prédica con el carácter necesariamente violento de los primeros movimientos sindicales. Esta misma encíclica, que refleja a la perfección el pavor que el espectro del comunismo provocaba en las clases poseedoras, advierte que: «jamás, bajo pretexto alguno de libertad o de igualdad, puede ocurrir que sea lícito invadir los bienes o los derechos ajenos o violarlos de cualquier modo». Algo que con cierta antelación ya recogía la más radical de las Constituciones, la francesa de 1793 en su Declaration des droits de l'homme et du citoyen. Estos derechos, naturales e imprescriptibles son: la igualdad, la libertad, la seguridad y la propiedad. Marx en su escrito Sobre la cuestión judía de 1843, explicará de modo insuperable lo que se escondía realmente tras estas magnetizadoras palabras: «La explicación práctica del derecho humano a la libertad es el derecho humano de la propiedad privada». Y preguntándose acerca del derecho humano a la propiedad privada añade: «El derecho humano de la propiedad privada es, por tanto, el derecho a disfrutar de su patrimonio libre y voluntariamente, sin preocuparse de los demás hombres, independientemente de la sociedad; es el derecho del interés personal. Aquello, la libertad individual, y esto, su aplicación, forman el fundamento sobre el que descansa la sociedad burguesa».

Sobre la igualdad nos dice Marx que: «no es otra cosa que la igualdad de la liberté que más arriba definíamos, a saber: el derecho de todo hombre a considerarse una mónada que no depende de nadie». Y termina con la seguridad: «La seguridad es el supremo concepto social de la sociedad burguesa, el concepto de la policía, según el cual la sociedad existe sola y únicamente para garantizar a todos y cada uno de sus miembros la conservación de su persona, de sus derechos y de su propiedad».

En realidad, bajo las condenas que la Iglesia hacía al liberalismo, se evidenciaba la condena de la aparición del proletariado revolucionario y de su expresión teórica: el socialismo, que ya había sido definido en la encíclica Qui Pluribus del 9 de noviembre de 1846 como: «abominable y sobre todas antirracional doctrina que si se admite acabará por destruir desde sus cimientos los derechos, las cosas y las propiedades de todos y hasta la misma sociedad humana».

Ya hemos hablado anteriormente de la fase de prohibición de las primeras organizaciones sindicales obreras. En una fase posterior, tal y como se recoge en el texto del partido antes citado, se pasará a la tolerancia: «b) En el período sucesivo, la burguesía, comprendiendo que le era indispensable aceptar que se planteara la cuestión social, precisamente para conjurar la solución revolucionaria, toleró y legalizó los sindicatos, reconociendo su acción y sus reivindicaciones; esto tiene lugar en todo el período exento de guerras y, relativamente, de bienestar progresivo que se desarrolló hasta 1914. Durante todo este período, el trabajo en los sindicatos fue un elemento de importancia capital para la formación de los fuertes partidos socialistas obreros, y fue claro que los mismos podían determinar grandes movimientos, principalmente a través del manejo de los resortes sindicales» (Partido revolucionario y acción económica, ya citado).

Este peligro no escapará ciertamente a la atención de los curas, de tal forma que a finales de 1878 aparece la encíclica Quod Apostolici Muneris en la que se reconoce la necesidad de crear organizaciones sindicales católicas que se contrapongan a las que estén influenciadas por los socialistas: «nos parece oportuno fomentar las asociaciones de artesanos y de obreros, que colocadas bajo la tutela de la religión, acostumbren a sus miembros a contentarse con su suerte, a soportar con paciencia el trabajo y a llevar en todo momento una vida apacible y tranquila». En esta misma encíclica aparece una especie de panacea universal, capaz de resolver definitivamente y a gusto de todos la llamada "cuestión social", pues la Iglesia y su doctrina: «impone a los ricos el estricto deber de dar lo superfluo», y después de imponer esta pesadísima carga a los ricos recomiendan a los pobres: «el ejemplo de Jesucristo, quien siendo rico [ya hemos visto en qué condiciones nació el cristianismo, ndr], se hizo pobre por amor nuestro». Así, y ante el júbilo general por el hallazgo, este sería: «el medio mejor para arreglar el antiguo conflicto entre pobres y ricos». De la eficacia de este medio mejor dan fe los resultados obtenidos después de tantos siglos aplicándolo.

Los avances del movimiento obrero a finales del siglo pasado, que fueron el fruto de su organización y de su lucha intransigente, obligaron a que ciertas mejoras fuesen reconocidas oficialmente por la burguesía. De esto da fe una carta dirigida por el papa León XIII al Káiser Guillermo II. Con motivo de la Conferencia Internacional de Berlín, un foro donde la burguesía internacional diseñaba su estrategia frente al movimiento obrero y que reflejaba los nuevos aires de tolerancia, la carta habla de la necesidad de «impedir que el trabajador sea explotado como un vil instrumento» (Noi rendiamo, 14-3-1890). Tras exponer a ese paladín de la clase obrera que era Guillermo II, los importantes logros de la Conferencia, tales como la jornada de 10 horas, la limitación del trabajo femenino e infantil, descanso dominical, etc, marca la nueva orientación de la Iglesia, cuya influencia: «la hemos ejercido, y la seguiremos ejerciendo ahora especialmente en beneficio de las clases trabajadoras». Este "ahora especialmente" encontraría su aplicación práctica en la potenciación de las organizaciones sindicales católicas, de cuya necesidad ya hablaba la encíclica Quod Apostolici Muneris, pero que nunca gozaron del suficiente seguimiento obrero como para eclipsar, siquiera mínimamente, a las organizaciones de inspiración socialista o anarcosindicalista. No es difícil deducir las causas que motivaban el alejamiento de los obreros hacia estos sindicatos clericales, cuando no su animadversión y abierta hostilidad: «En el trabajo mostraos diligentes y laboriosos, dóciles y sumisos, respetuosos y obedientes, cristianos y fieles en todas las cosas» (León XIII. Grande est notre joie. Discurso del 19-9-1891). Por eso, dos años más tarde y en tono de franco reproche se deplora: «que los obreros incumplan sus deberes, que rehuyan el trabajo y que descontentos de su suerte ambicionen más exigiendo una imprudente igualdad de bienes», deplorando igualmente: «que los defraudados en sus esperanzas quebranten la paz con sediciones y revueltas, y resistan a los que tienen la misión de asegurarla», incorporando un novedoso remedio para "los males sociales": «el rosario mariano» (Laetitiae Sanctae, 8-9-1893).

Este contexto histórico mostrará la necesidad de que la Iglesia elabore un documento que sirva como síntesis de todos los elementos doctrinales en materia social, y que tenga como finalidad práctica orientar la labor de los movimientos católicos en pugna abierta con las organizaciones clasistas. La Rerum Novarum cumplirá esta misión, recogiendo en ciertos aspectos, postulados muy cercanos a las corrientes oportunistas que ya infectaban sensiblemente el movimiento obrero, haciéndose eco de las medidas reformadoras y gradualistas, pero orientándolas según su particular visión. Así, hablando del conflicto social se dice: «es la Iglesia la que saca del Evangelio las enseñanzas en virtud de las cuales se puede resolver por completo el conflicto, o limando sus asperezas, hacerlo más soportable» (Encíclica Rerum Novarum. 15-5-1891). Pero que los obreros no se hagan ilusiones: «(...) los males consiguientes al pecado son ásperos, duros y difíciles de soportar y es preciso que acompañen al hombre hasta el último instante de su vida. Así, pues, sufrir y padecer es cosa humana (...)» (Ibídem).

Para poder mitigar los rigores de estos padecimientos mundanos, ¡son las cosas nuevas!, es necesaria ya la intervención directa del Estado burgués, que, y en consonancia con la visión revisionista que ya empezaba a manifestarse seriamente dentro del socialismo, se presenta en la visión de la Iglesia también como un órgano neutral dentro de la división en clases de la sociedad burguesa y que debe: «defender por igual a todas las clases sociales», con especial atención al proletariado, al cual: «las autoridades públicas deben prodigarle sus cuidados para que éste reciba algo de lo que aporta al bien común, como la casa, el vestido y el poder sobrellevar la vida con mayor facilidad» (Rerum Novarum, Ibídem).

La Rerum Novarum, propone junto a las medidas de asistencia social que debería asumir el Estado capitalista, también el fomento del ahorro y la difusión de la propiedad privada entre los proletarios. Así se conseguiría, y de hecho así sucede en realidad, obtener un efecto de sedante social, de tal forma que: «poco a poco se iría aproximando una clase a la otra al ir cegándose el abismo entre las extremadas riquezas y la extremada indigencia» (Rerum Novarum, ibídem). Pero además, con el "espíritu de ahorro de los obreros", como se añade en un documento posterior, se obtendría otra ventaja ya que: «alivia el deber de los ricos para con los pobres» (Graves de Communi. 18-1-1901). Vanas pretensiones, pues la dinámica de la sociedad capitalista con sus crisis cíclicas muestra la vacuidad de tan piadosos deseos.

En todo este tipo de documentos sociales las condenas hacia acciones violentas por parte de los obreros en huelga son numerosas. Pero quizás sea en una carta dirigida al clero norteamericano, donde mejor se refleje la enorme preocupación de la burguesía y sus curas a este respecto, estableciendo entre los deberes de los obreros: «no poner las manos en lo ajeno, el de dejar en libertad a cada cual para sus asuntos, el de que no se puede impedir a nadie que preste su trabajo donde quiera y cuando quiera. Los hechos de violencia y los alborotos de las turbas, de que fuisteis testigos el pasado año, son prueba más que suficiente de que la audacia y la crueldad de los enemigos públicos amenaza también los intereses americanos» (Longinqua oceani. 6-1-1895). A la vista del odio de clase que reflejan estas palabras, un lenguaje muy semejante, o incluso más beligerante, sería el vehículo que expresase este mismo odio de clase antiproletario en los primeros documentos de la Iglesia contra las coaliciones obreras, documentos que ahora habrían sido convenientemente retirados de la circulación.

Cerraremos este acercamiento a la doctrina social de la Iglesia en el período de su consolidación teórica (que señalaremos como referencia en el papado de León XIII) con una actualización de la falsificación del mensaje revolucionario original de Cristo: «Amad a vuestros patronos, amaos los unos a los otros. En las horas en que el peso de vuestros rudos trabajos gravita pesadamente sobre vuestros brazos fatigados, fortificad vuestro valor mirando hacia el cielo» (C'est pour notre coeur, 8-10-1898).

Poniendo la vista en el mundo terrenal que es el que nos interesa a nosotros y a ellos, nos referiremos ahora a la última fase, la actual, de las organizaciones sindicales: la de sometimiento, que evidentemente asume aspectos distintos en cada país, pero con un contenido común a todos: utilizar los sindicatos como instrumentos directos de la gestión de la economía capitalista, ligado a su reconocimiento jurídico e institucional. Todo esto se halla íntimamente ligado a la derrota de la revolución comunista rusa y a la degeneración de la Tercera Internacional obra del estalinismo, y que culmina cuando se empuja al proletariado a participar en la segunda guerra imperialista mundial en nombre de la defensa de la democracia.

Durante el período fascista, el movimiento sindical no es puesto fuera de la ley: «(...) en el transcurso de las complejas vicisitudes de estos totalitarismos burgueses, nunca se adoptó la abolición del movimiento sindical. Al contrario, fue propugnada y realizada la formación de una nueva red sindical plenamente controlada por el partido contrarrevolucionario y, ya sea de una manera o de otra, esta red fue impuesta como única y unitaria, y estrechamente adherida al engranaje administrativo y estatal» (Partido revolucionario y acción económica, op. cit.). Situación que no iba a modificarse después de la guerra ya que: «También allí donde, después de la segunda guerra mundial, según la formulación política corriente, el totalitarismo capitalista parece haber sido sustituido por el liberalismo democrático, la dinámica sindical continúa desarrollándose ininterrumpidamente en el pleno sentido del control estatal y de la inserción en los organismos administrativos oficiales. El fascismo, realizador dialéctico de las viejas instancias reformistas, ha llevado a cabo la del reconocimiento jurídico del sindicato, de modo que él mismo pudiera ser el titular de los contratos colectivos con la patronal, hasta el efectivo aprisionamiento de toda la organización sindical en las articulaciones del poder burgués de clase» (Ibídem).

Haremos una pequeña digresión para aclarar que el partido no deduce de esto el fin del ciclo utilizable del movimiento sindical, y la prohibición a los comunistas de participar en él. Bastará señalar que en las Tesis Características de 1951 se señala que: «toda fase de decisivo incremento de la influencia del partido entre las masas no puede perfilarse sin que entre el partido y la clase se extienda el estrato de organismos con una finalidad económica inmediata y con alta participación numérica, dentro de los cuales exista una red que emane del partido (núcleos, grupos o fracciones sindicales comunistas». Negar este concepto, o incluso eludirlo simplemente pensando en un enlazamiento distinto entre la formación de los organismos intermedios y las funciones del partido en este proceso, significa destruir toda la construcción científica del marxismo.

Los actuales sindicatos del régimen burgués, plenamente integrados en el aparato estatal de la burguesía, no son el medio sindical donde los comunistas pueden desarrollar su actividad. Y de igual forma, cualquier tipo de respuesta económica inmediata que se quiera dar a la patronal y a su Estado deberá darse forzosamente fuera y contra los actuales sindicatos del régimen capitalista.

Volviendo al hilo de nuestra exposición originaria, y tomando el ejemplo italiano, veremos cómo discurren paralelamente la "doctrina social de la Iglesia" y el movimiento sindical. Así, saludando la aparición de la nueva CGIL tricolor leemos: «se ha operado recientemente en Italia la constitución de la unidad sindical. No podemos menos de esperar y augurar que las renuncias impuestas con su adhesión, incluso por parte de los católicos, no traerán daño a su causa, sino que traigan el fruto esperado por todos los trabajadores» (Il nostro predecessore, 11-3-1945). Por lo tanto, y como se puede observar, reconocimiento expreso de esta nueva forma sindical, completamente integrada dentro de los engranajes del poder estatal burgués.

El espíritu de la Rerum Novarum, que es el documento que, como ya hemos visto, marca las directrices de la Iglesia católica frente al movimiento obrero (1), hará que desde ese momento y en lo sucesivo se adopte un nuevo lenguaje, más acorde con esta nueva fase de sometimiento sindical al estado capitalista. Así, haciéndose eco de los planteamientos sindicales acerca de participar en la gestión de las empresas, la Iglesia propugna: «(...) hacer que los trabajadores, en la forma y el grado que parezcan más oportunos, puedan llegar a participar poco a poco en la propiedad de la empresa donde trabajan (...)» (Mater et magistra [77], 15-5-1961). Una visión gradualista del planteamiento, (que se ha hecho pasar por radical y de izquierda), que pretende alcanzar la emancipación de los trabajadores traspasando la titularidad jurídica de la empresa a sus mismos operarios. Esta manera de gestionar el capitalismo, que no es otra que la rancia visión del cooperativismo, no rompe en absoluto con ninguna de las categorías económicas de la sociedad mercantil y burguesa, encadenando a los trabajadores a la esclavitud del salario con una fuerza aún mayor que en la empresa de la cual no son titulares o accionistas. Este factor de convertir al proletario en propietario, participando en la gestión de la empresa, es sumamente importante para la Iglesia: «Estamos convencidos de la razón que asiste a los trabajadores cuando aspiran a participar activamente en la vida de las empresas donde trabajan», con la finalidad de que esta participación tienda a: «que la empresa sea una auténtica comunidad humana, cuya influencia bienhechora se deje sentir en las relaciones de todos sus miembros y en la variada gama de sus funciones y obligaciones» (Ibídem [91]).

Este período, mejor dicho, esta nueva fase del movimiento sindical, la de sometimiento e integración, iniciada por los gobiernos fascistas de la burguesía, donde incluimos al estalinismo, y mantenida y reafirmada por sus victoriosos adversarios democráticos y liberales, es un fenómeno de una importancia histórica tal, que lógicamente no podía pasar desapercibido para la Iglesia, fiel centinela social al servicio del capital. La prudencia y la cautela obligan a que sus documentos, pese a la supuesta inspiración divina, no tengan nada de proféticos, y reconozcan la verdad histórica objetiva con cierto retraso, aunque eso sí, y como veremos a continuación, con una claridad tal que poco o muy poco podría añadirse. Veamos: «Es una realidad evidente que, en nuestra época, las asociaciones de trabajadores han adquirido un amplio desarrollo, y generalmente han sido reconocidas como instituciones jurídicas en los diversos países e incluso en el plano internacional. Su finalidad no es ya la de movilizar al trabajador para la lucha de clases, sino la de estimular más bien la colaboración, lo cual se verifica principalmente por medio de acuerdos establecidos entre las asociaciones de trabajadores y de empresarios» (Mater et magistra, [97], ibídem). Posición que se remachará más tarde en la encíclica Octogesima adveniens de 1971: «Se debe admitir la función importante de los sindicatos: tienen por objeto la representación de las diversas categorías de trabajadores, su legítima colaboración en el progreso económico de la sociedad, el desarrollo del sentido de sus responsabilidades para la realización del bien común».

Nuestro recorrido histórico por la doctrina social de la Iglesia, que hemos intentado sintetizar aquí resaltando su función abierta y claramente contrarrevolucionaria, toca a su fin. De la inicial condena del movimiento sindical, que aunque documentalmente nos haya sido escamoteada, hemos pasado a su cautelosa tolerancia, hasta llegar a su reconocimiento formal y total, y añadiremos una última citación más, para confirmar la validez de la ecuación doctrina social de la Iglesia = defensa de la propiedad privada y de la explotación capitalista: «La experiencia histórica enseña que las organizaciones de este tipo [los sindicatos ya sometidos al control burgués, ndr] son un elemento indispensable de la vida social, especialmente en las sociedades modernas industrializadas» (Encíclica Laborem exercens, 14-9-1981).
 

La Teología de la Liberación

Todo este sintético recorrido por el curso histórico del cristianismo, desde sus turbulentos comienzos como doctrina subversiva hasta la doctrina social de la época capitalista, ayuda a comprender cómo la Teología de la Liberación, a la que definiremos como moderna y, seguramente, como la última herejía, es el producto de unas determinadas condiciones históricas, como lo fueron todas sus predecesoras, y que como fenómeno social necesita para su análisis ser vista a través de la serie dialéctica de su desarrollo histórico.

La aparición, de la Teología de la Liberación, que no es repentina sino la culminación de todo un proceso histórico, se liga por un lado al importantísimo peso de la Iglesia Católica en América Latina (una de las consecuencias directas de la conquista y colonización ibérica del continente), y por otro lado se liga a la situación socio-económica vigente en ese área geohistórica.

No hay que olvidar que América Latina durante la segunda posguerra, se ha mostrado como una zona especialmente sensible a las tensiones inter y antiimperialistas. De coto privado del imperialismo USA, ha pasado, después de la injerencia de la URSS con Cuba y sus movimientos político-guerrilleros satélites, a ser terreno de disputa económica por parte de todas las potencias económicas mundiales (2). El desarrollo económico de América Latina de estas últimas décadas ha venido acompañado de la aparición de gigantescos cinturones de miseria urbanos, formados en su mayor parte por población de origen rural, forzada a instalarse en las ciudades para sobrevivir. La galopante deuda externa con el capital financiero internacional junto a la caída de los precios en el mercado de las materias primas, han traído consigo un empeoramiento generalizado de las condiciones de vida de las capas más pobres de la población, tanto urbanas como rurales.

Con estas referencias, no es pues un hecho casual que tras la celebración del Concilio Vaticano II, la llamada "iglesia del silencio", como se conocía a la iglesia latinoamericana por su poco peso en la toma de decisiones generales de la Iglesia, plantease la celebración de la segunda Conferencia General del Episcopado en Medellín, Colombia, el año 1968. En dicha Conferencia, y en consonancia con el espíritu adoptado en el Vaticano II, se reconocía que: «El Episcopado latinoamericano no puede quedar indiferente ante las tremendas injusticias sociales existentes en América Latina, que mantienen a la mayoría de nuestros pueblos en una dolorosa pobreza cercana en muchísimos casos a la inhumana miseria. Un sordo clamor brota de millones de hombres pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte» (Medellín, Pobreza, 1 y 2. En Mysterium Liberationis I, pág.31. Ed. Trotta. Madrid. Se trata de una recopilación de textos de los más significados teólogos de la liberación, llevada a cabo por Ignacio Ellacuría, asesinado más tarde, y Jon Sobrino.) El riesgo evidente es puesto de manifiesto en este mismo documento, ya que esta situación de extrema miseria y subdesarrollo se convierte en: «promotora de tensiones que conspiran contra la paz» (Medellín, Paz. 1, ibídem, pág.32.) Se plantéa pues, de esta manera, la necesidad de abordar las posibles soluciones para conjurar tal peligro. La pugna entre Roma y los teólogos de la liberación empieza precisamente en este punto. Hay que llegar hasta el año 1979, con el Sínodo Regional de Puebla, para que la "opción preferencial por los pobres", forme la base del nuevo enfoque táctico de la Iglesia latinoamericana, rompiendo las resistencias de un sector de la Iglesia partidario de mantener el esquema tradicional del interclasista "amaos los unos a los otros" sin matices de ningún género.

En Puebla, siguiendo la línea ya trazada en Medellín, se vuelve a reclamar, pero esta vez con un tono más dramático, la necesidad de una preparación técnica para afrontar tan difícil cuestión: «la Iglesia, del modo más urgente, debería ser la escuela donde se eduquen hombres capaces de hacer historia» (Puebla, 274. Ibídem, pág.41.), y también la necesidad de una praxis política: «Los pastores de América Latina tenemos razones gravísimas para urgir la evangelización liberadora» (Puebla, 487. Ibídem, pág.42.).

La teología de la liberación, en su acepción de opción preferencial por los pobres es un planteamiento que goza del consensus omnium dentro de la Iglesia. Así, la Sagrada Congregación para la doctrina de la fe, (la moderna Inquisición), en un documento titulado Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación Libertatis nuntius, con fecha 6-8-1984, dice que: «La poderosa y casi irresistible aspiración de los pueblos a una liberación constituye uno de los principales signos de los tiempos que la Iglesia debe discernir e interpretar a la luz del evangelio» (citado en Mysterium Liberationis I, pág.45.). Con posterioridad, algunos documentos vaticanos valorarán la teología de la liberación en sus aspectos asumibles y condenables, siempre desde el punto de vista de la jerarquía de Roma (3). La polémica entre los Padres de la Iglesia, y sus hermanos menores latinoamericanos surge a la hora de configurar los elementos doctrinales necesarios para llevar a la práctica esa opción de la que ya se ha hablado. Los modernos Domingos de Guzmán, los modernos Torquemadas, esgrimen graves acusaciones contra algunos de los defensores de la teología de la liberación, entre ellas, y sobre todo la de fundarse en el análisis marxista, manipulando la Biblia y reduciendo el concepto cristiano de liberación a una dimensión puramente material. Hoy no se castiga al hereje con los procedimientos habituales de hace siglos que todos conocemos, pero existe un brazo secular (los escuadrones de la muerte) que lleva a cabo la ejecución que indirectamente pide el dedo acusador de Roma. Las amenazas y los asesinatos llevados a cabo contra representantes cualificados de la teología de la liberación y los macabros detalles que suelen acompañarlos (4), son toda una advertencia para las clases explotadas, como lo serán en el futuro cuando renazcan sus genuinas organizaciones clasistas. Desde el punto de vista marxista, como veremos más adelante, no consideramos a la teología de la liberación, más que como una variante del oportunismo, que toma prestados del marxismo aquellos elementos que mejor cuadran con su particular visión, pero las clases dominantes, y sobre todo sus asesinos a sueldo no suelen andarse con sutilezas ideológicas. Quien habla de marxismo no denigrándolo en su integridad es un enemigo, un objetivo a abatir sin contemplaciones.

Los ataques provenientes de Roma han sido respondidos de diverso modo desde el otro lado del Atlántico. Añadiremos la respuesta que da el teólogo de la liberación Roberto Oliveros en réplica a Torquemada-Ratzinger acusando a Roma de miopía social: «El porcentaje de increencia en América Latina es bajísimo; mientras en Europa es significativo. En ocasiones, como en el caso de los obreros franceses, no se supo acompañar pastoralmente sus movimientos. Desde esta perspectiva sorprende que no se aprenda de estas experiencias» (Roberto Oliveros, Historia de la teología de la liberación. Mysterium Liberationis, I pág.46.).

La polémica, cuya seriedad no ofrece lugar a dudas en vista de los sangrientos acontecimientos antes descritos, se mueve por tanto dentro de estos límites: para Roma el acercamiento, siquiera metodológico o circunstancial, al marxismo es contraproducente y doctrinalmente peligroso; para los teólogos de la liberación no se trataría tanto de un acercamiento al marxismo sino de una utilización puramente instrumental, tomando «libremente del marxismo algunas "indicaciones metodológicas" que se han revelado fecundas para la comprensión del mundo de los oprimidos» (Clodovis Boff. Epistemología y método. Mysterium Liberationis I, pág.104.). Estos elementos útiles del marxismo serían: «la importancia de los factores económicos; la atención a la lucha de clases; el poder mistificador de las ideologías, incluidas las religiosas, etc» (Ibídem). Y de igual forma queriendo dejar claro que Marx es: «un compañero de camino» pero nunca un guía, deducen que por ello: «el materialismo y el ateísmo marxistas ni siquiera llegan a ser una tentación. A partir del horizonte más amplio de la fe el marxismo queda radicalmente relativizado y superado en principio» (Ibídem).

Esto es evidentemente, un elemento perturbador dentro de la doctrina de la Iglesia, que ya tiene algún referente lejano (5). Semejantes planteamientos, por muy alejados que estén, y de hecho lo están, de nuestra visión, se conjugan muy mal con cuanto ha sostenido la Iglesia con respecto al socialismo: «abominable y sobre todas antirracional doctrina» (Qui pluribus, 9-11-1846), o «peste vergonzosa y amenaza de muerte para la sociedad civil» (Diuturnum illud [17], 29-7-1881). A este respecto, la encíclica Quadragesimo anno de 1931 zanja la cuestión, y aunque abre ciertos resquicios, precisamente los que aprovecha la teología de la liberación, a ese socialismo «que parece inclinarse y hasta acercarse a las verdades que la tradición cristiana ha mantenido siempre inviolables», afirma categóricamente: «Socialismo religioso, socialismo cristiano, implican términos contradictorios: nadie puede ser a la vez buen católico y verdadero socialista». Aspecto este que será remachado posteriormente en la encíclica Mater et magistra [34], 15-5-1961.

Conviene señalar que la teología de la liberación, aún persiguiendo unos objetivos comunes, no forma un bloque completamente homogéneo a la hora de valorar qué elementos del marxismo serían válidos y cuáles no, cuáles estarían ya plenamente superados y cuáles gozarían de plena actualidad. Pero aparte de esos objetivos comunes (democracia burguesa, derechos humanos, reformas en un sentido socialdemócrata) les une también el hecho de que todos, incluso aquellos que toman prestados del marxismo más "elementos", y con mayor razón estos últimos, están fuera de nuestra concepción fundamental según la cual el marxismo no es un conjunto de elementos separados unos de otros, sino un bloque "forjado en acero de una sola pieza" (Lenin).

Ya que tal y como señala el teólogo de la liberación Enrique D. Dussel: «De los posibles marxismos, en primer lugar, hay una unánime negación del "materialismo dialéctico". Ninguno de los teólogos de la liberación acepta el materialismo de Engels en la Dialéctica de la naturaleza (...). A Marx se le acepta y se le asume en cuanto crítico social» (Enrique D. Dussel, Teología de la liberación y marxismo. Mysterium Liberationis I, página 124). Posición reafirmada por Ignacio Ellacuría al afirmar que: «cuando la teología de la liberación pide ayuda conceptual al marxismo, no somete su discurso al discurso marxista sino al revés» (Ignacio Ellacuria, Historicidad de la salvación cristiana, en Mysterium Liberationis I, pág. 368). Esta es una de las características del oportunismo clásico, dejar a un lado "aquellos elementos" del marxismo que no son del agrado de los nuevos teóricos reformadores del mundo. Se asume la parte crítica, y se desecha la parte revolucionaria, con lo cual se obtiene una deformación, una caricatura del marxismo del estilo de las que, cada vez que han aparecido, han estigmatizado sin piedad los marxistas ortodoxos.

Asumiendo esta parte crítica del marxismo, es como se comprende el acercamiento de los teólogos de la liberación hacia los movimientos sedicentemente marxistas, que en definitiva se comportan de la misma manera ecléctica, aunque en este segundo caso la cuestión nos afecta mucho más directamente al reclamarse formalmente al marxismo y al comunismo, cosa que la teología de la liberación no ha hecho. Este acercamiento, entre las corrientes populistas con adornos retóricos socialistas y la teología de la liberación, o los movimientos cristianos de base, irá acompañado del reconocimiento del factor religioso por parte de los presuntos marxistas, así Fidel Castro afirmaba: «Yo creo que hemos llegado a una época en la que la religión puede entrar en el terreno político con relación al hombre y sus necesidades materiales» (Citado por Enrique D. Dussel, Religión, Méjico, 1977, pp.212 ss. en Mysterium Liberationis I, pág.118), y en el mismo sentido incluimos las afirmaciones de Luis Corvalán, secretario del PC chileno: «En estas condiciones la religión pierde su carácter de opio del pueblo, y, por el contrario, en la medida en que la Iglesia se compromete con el hombre, se podría decir que en vez de alienante, es un factor más de inspiración en la lucha por la paz, la libertad y la justicia» (Citado por R. Vidales, Praxis cristiana y militancia revolucionaria, Méjico 1978, en Mysterium Liberationis I, pág.119.), línea que será defendida igualmente por los sandinistas en Nicaragua (6).

En aras de la clarificación teórica, tras casi 70 años de falsificaciones al por mayor por parte del estalinismo, es necesario, más bien imprescindible y vital, volver a repetir el abc, que evidentemente, se encuentra en nuestros textos de siempre. Así, en respuesta a las elucubraciones espiritualistas de San Max Stirner leemos en Marx-Engels: «El punto de vista que se adopta como satisfactorio, con estas historias de espíritus, es de por sí un punto de vista religioso, ya que en él se tranquiliza al hombre con la religión, se concibe la religión como causa sui (...), en vez de explicarla partiendo de las condiciones empíricas y de demostrar cómo determinadas condiciones industriales y de intercambio llevan necesariamente aparejada una determinada forma de sociedad, y por tanto, una determinada forma de Estado, y con ello, a la par, una determinada forma de conciencia religiosa» (Marx-Engels, La ideología alemana). Es decir, la religión como producto social, aparejada con unas determinadas condiciones industriales y de intercambio. Ya hemos intentado explicar las causas por las cuales la burguesía no puede prescindir del auxilio de la religión, pero que presuntos marxistas quieran mostrar la compatibilidad del marxismo y la religión, obliga a repetir, por enésima vez, en su contexto y en su integridad, las demoledoras palabras de Marx, precisamente allí donde se recoge que: «El fundamento de toda crítica irreligiosa es que el hombre hace la religión, y no la religión al hombre. Y la religión es la autoconciencia y el autosentimiento del hombre que aún no se ha encontrado a sí mismo o ha vuelto a perderse. Pero el hombre no es un ser abstracto, agazapado fuera del mundo. El hombre es el mundo de los hombres. Es el Estado, la sociedad. Este Estado, esta sociedad, producen la religión, una conciencia del mundo invertida, porque ellos son un mundo invertido. La religión es la teoría general de este mundo, su suma enciclopédica, su lógica bajo forma popular, su point d'honneur espiritualista, su entusiasmo, su sanción moral, su solemne complemento, su razón general para consolarse y justificarse. Es la realización fantástica de la esencia humana, porque la esencia humana carece de verdadera realidad. La lucha contra la religión es, por lo tanto, indirectamente, la lucha contra aquel mundo que tiene en la religión su arma espiritual. La miseria religiosa es, por otra parte, la expresión de la miseria real, y por otra, la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura agobiada, el estado del alma de un mundo desalmado, porque es el espíritu de los estados del alma carentes de espíritu». Y a continuación viene la famosa, y tan utilizada frase de Marx: «La religión es el opio del pueblo» (Marx, En torno a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel).

De ahí que, cuando con todo desparpajo se habla de conjugar socialismo y religión, y de que la religión en el socialismo ya no tiene ese carácter alienante y somnífero, solo se está reconociendo farisaicamente la existencia de la miseria real y de su manifestación actual, la sociedad capitalista.

Por lo tanto, y a la luz de cuanto hemos analizado, la pretensión de buscar en Marx elementos asimilables, como serían su oposición al ateísmo militante, su reconocimiento, en abstracto, de la persona humana y sus intangibles derechos, y sobre todo la no existencia de un materialismo dialéctico en Marx (7) sería tan vana como doctrinalmente imposible, a menos de caer, como se cae, en la falsificación total del marxismo. Esto nos lleva a preferir mil veces, la abierta condena realizada por Roma, al eclecticismo oportunista de la teología de la liberación: «El pensamiento de Marx [cursiva original] constituye una concepción totalizante [cursiva original] del mundo en la cual numerosos datos de observación y de análisis descriptivo son integrados en una estructura filosófico-ideológica, que impone la significación y la importancia relativa que se les reconoce... La disociación de los elementos heterogéneos que componen esta amalgama epistemológicamente híbrida llega a ser imposible, de tal modo que creyendo aceptar solamente lo que se presenta como un análisis, resulta obligado aceptar al mismo tiempo la ideología» (Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre algunos aspectos de la "Teología de la Liberación" Libertatis Nuntius VII, Roma 6 de agosto de 1984. En Mysterium Liberationis I, pág.133.).

Quizás sea Ignacio Ellacuria el teólogo de la liberación que mejor defina las finalidades de esta corriente de la Iglesia, con un concepto significativo, el de «utopía», que necesitaría de su complemento «el profetismo» (la teología de la liberación) para acercarse a sus objetivos, aunque eso sí, sin dejar de ser utopía: «Por la vía del profetismo, aunque la utopía no sea plenamente realizable en la historia, como es el caso de la utopía cristiana, no por eso deja de ser efectiva» (Ignacio Ellacuria, Utopía y profetismo, en Mysterium Liberationis I, pág.397.).

Reconocemos de pleno derecho a la teología de la liberación y a todas las herejías que la han precedido en la historia con sus mismas pretensiones, su carácter utópico, puesto que el ciclo revolucionario del cristianismo ya se cerró hace muchos siglos. Pero sobre la efectividad, solo se la reconocemos a la ciencia marxista INTEGRAL. Ésta no es más que la expresión teórica del movimiento proletario real, clase oprimida y sufriente que ya potencialmente es una fuerza histórica capaz de transformar el mundo. Y por tanto, el partido, tal y como escribíamos en diciembre de 1984: «no está dispuesto a conceder ninguna credibilidad al marxismo analítico de la teología de la liberación, y según las clásicas reglas de la ortodoxia sostiene que una vez más es Roma quien tiene razón: el materialismo histórico o se toma o se deja, Tertium non datur¡» (8), o lo que es lo mismo: no hay una vía intermedia entre dictadura del capital y dictadura del proletariado dirigida por el partido comunista marxista.

 (2ª parte) [ 1 ]
NOTAS:

1. Tal y como recoge la encíclica Mater et magistra, del 15-5-1961: «la encíclica Rerum Novarum fue la que formuló, por primera vez, una construcción sistemática de los principios y una perspectiva de aplicaciones para el futuro. Por lo cual con toda razón juzgamos que hay que considerarla como verdadera suma de la doctrina católica en el campo económico y social».

2. Tampoco la socialista China renuncia a obtener su parte en el reparto imperialista, y sirva como referencia la compra por parte de China de una de las principales compañías peruanas, Hierro Perú, tal y como recoge el periódico español El País, 12-6-1994.

3. «(...) en algunas áreas de la Iglesia católica, particularmente en América Latina, se ha difundido un nuevo modo de afrontar los problemas de la miseria y del subdesarrollo, que hace de la liberación su categoría fundamental y su primer principio de acción. Los valores positivos, pero también las desviaciones y los peligros de desviación, unidos a esta forma de reflexión y de elaboración teológica, han sido convenientemente señalados por el Magisterio de la Iglesia» (Sollicitudo rei socialis - 46), 30 de diciembre de 1987).

4. Piénsese en la simbólica mutilación que se realizó al cadáver del protomartir Ellacuría, arrancándole el cerebro.

5. Con fecha 23-7-1936 apareció un decreto del Santo Oficio condenando a la revista Terre Nouvelle «órgano de los cristianos revolucionarios» por defender la colaboración de los cristianos con los comunistas.

6. «Los sandinistas afirmamos que nuestra experiencia demuestra que cuando los cristianos, apoyándose en su fe, son capaces de responder a las necesidades del pueblo y de la historia, sus mismas creencias los impulsan a la militancia revolucionaria. Nuestra experiencia nos demuestra que se puede ser creyentes y a la vez revolucionarios consecuentes y que no hay contradicción insalvable entre ambas cosas» (Comunicado oficial de la Dirección Nacional del FSLN sobre la religión, punto 2, San José, 1980, pág.8. En Mysterium Liberationis I, pág.120-21).

7. Cosa que intenta hacer Enrique D. Dussel en Teología de la liberación y marxismo, ya citado.

8. En Teologia della controrivoluzione, Il Partito Comunista, nº124, diciembre de 1984.
 
 













REUNIÓN DE TRABAJO DEL PARTIDO
(Florencia, 26-28 de enero)


Como resultado de los acuerdos precedentes y de las convocatorias del centro del partido enviadas a las secciones, hubo una amplia representación de las mismas, en los días 26, 27 y 28 de enero para asistir en Florencia a la periódica reunión general.

Como ya sabe quien nos sigue, nuestro trabajo, poco vistoso, exento de apresuramientos, debido a necesidades históricas independientemente del número de seguidores, es el de una inquebrantable oposición a la sociedad burguesa, a sus relaciones de clase, basadas en el robo y en la destrucción, incluyendo las repugnantes mentiras que sus mismos sacerdotes ya no son capaces de defender. A este alineamiento social y a esta batalla permanente contra un enemigo, innoble y en declive irreversible pero todavía bien atrincherado en sus posiciones, le damos la estructura de una acción de partido, según la tradición de la milicia comunista, desde Marx y Engels en adelante.

Partido, en el sentido de que disponemos de una única doctrina y de un único método, conocidos o cognoscibles y aceptados antes de adherirse a la organización, y en el sentido de una disciplina común que permite actuar como un organismo combatiente consciente, que actúa, hoy y mañana, a escala internacional según un plan estratégico completo, previsto y uniforme, contra el mismo y único enemigo, y por una única e idéntica finalidad histórica universal.

El ritual, (que se deriva de rhytmòs, o sea un fenómeno que se repite) antidemocrático, impersonal, «de trabajo», simple y sin adornos oratorios o polémicos, de nuestras frecuentes reuniones, determinado por largos decenios de contrarrevolución, no nos asusta, reconociendo que es la expresión positiva y un útil instrumento para la obtención del funcionamiento orgánico del partido, que funde las diversas contribuciones de los individuos y de los grupos, sin mortificarlos cayendo en una obediencia cuartelera, hacia su auténtico potenciamiento cuando confluyan en un flujo social de alta tensión, y mañana en una corriente inmensa.
 

La huelga en Francia

Tras las consabidas reuniones organizativas del viernes por la tarde y del sábado por la mañana, comenzaron los trabajos escuchando el informe elaborado por un compañero residente en Francia referente al reciente y notable ciclo de huelgas del sector público. Primeramente se explicó, a la luz de nuestra crítica de la economía capitalista, cómo los países occidentales considerados "ricos" están obligados a aplicar plenamente las leyes del beneficio incluso en esos sectores que hasta hoy pertenecían a la esfera improductiva de plusvalía. Esta necesidad impuesta por la crisis lleva, en Francia como en todas partes, a definir y a aplicar criterios de productividad a los capitales invertidos en los sectores considerados como servicios públicos: ferrocarriles, correos, hospitales, etc, lo que se traduce normalmente en el aumento del grado de explotación de la fuerza de trabajo: despidos, reducciones salariales, aumento de los horarios y de la intensidad del trabajo. El empobrecimiento de estos sectores de la clase trabajadora ya es bien visible en Francia.

Una forma de intensificación de la extorsión de plusvalía consiste en el aumento de la duración de la vida laboral y en la reducción de la asistencia sanitaria y las pensiones por jubilación.

En Francia, mientras el precedente ataque a las pensiones del sector privado, consistente en el aumento de la edad que da derecho a la pensión, pasaba bajo el silencio total de los sindicatos del régimen, la tentativa del gobierno «de derechas» de imponer el correspondiente aumento al sector público provocó la reacción decisiva de numerosas categorías. La combatividad de los trabajadores no ha sido uniforme, encontrando su máximo en los maquinistas ferroviarios que se lanzaron sin titubeos a una huelga total de carácter nacional.

Los sindicatos, con el fin de debilitar el movimiento, no han adoptado la estrategia, experimentada otras veces, eficaz pero peligrosa, de denunciarla abiertamente; han asumido la huelga allí donde era evidente que ésta se llevaba a cabo sin su cobertura. Han conseguido de esta forma impedir lo que debería ser su principal función: dirigir la huelga general nacional. La clase ha luchado como ha podido, con una disciplina diversa según las ciudades y sectores. Nadie se ha pronunciado nunca por un fin conjunto de las huelgas, pero a lo largo de las semanas se ha ido produciendo un deshilachamiento de la lucha, que ha puesto en evidencia por un lado la combatividad de los trabajadores pese a estar privados de una verdadera dirección, y por otro lado el abandono real en el que se han encontrado, pese a las rimbombantes declaraciones efectuadas en las "entrevistas" televisivas.

Solamente los ferroviarios, gracias a la coherencia de su lucha, han conseguido el total reconocimiento de sus reivindicaciones, pero se trata de una victoria efímera visto el escaso compromiso obtenido para el resto del sector público y el interés marginal del sector privado.
 

Naciones y guerra en el tablero balcánico y en la historia europea

Estudiando los antecedentes históricos y el análisis marxista que convergen en nuestra condena de la actual guerra yugoslava como imperialista y reaccionaria, tres compañeros han elaborado tres trabajos paralelos que abarcan fases sucesivas del mismo drama.

El primer trabajo abordaba los escritos de Marx y Engels sobre el papel jugado por los eslavos del sur en la fase de formación de las grandes unidades nacionales (Italia y Alemania en primer lugar) y su relación con el elemento alemán y ruso, que chocaban en el área balcánico-danubiana, sin que el decrépito imperio otomano pudiera oponerse, con Francia e Inglaterra apuntalando al Sultán, pero incapaces de llevar a cabo una enérgica acción antirrusa, que habría sido la única posibilidad para que los eslavos del sur pudiesen conseguir sus propios objetivos nacionales. La débil política franco-inglesa se explica por el doble temor a la acción alemana y a la "sexta potencia", la Revolución.

La Revolución roja es el íncubo omnipresente que influencia todas las decisiones de las diplomacias europeas después de 1848-49.

La política del Partido Comunista no estuvo influenciada por un presunto espíritu nacionalista pangermánico y antieslavo, como han pretendido y pretenden todavía demostrar demócratas antimarxistas, y lo demuestra el hecho de que la causa principal del posicionamiento de los eslavos del sur, junto a los checos y eslovacos, en el campo de la contrarrevolución es vista por Marx y Engels en la vil política de la burguesía alemana en la revolución de 1848-49 y en la obtusa y servil actitud de las dinastías prusianas y vienesas frente a Rusia.

El segundo relator se refirió a la actitud de los socialistas italianos frente a la guerra de Libia. Tomando el hilo conductor de nuestra Storia della Sinistra, que ve en la guerra de Libia el acontecimiento que determinó aquella "violenta tempestad" dentro del PSI que hizo que se afirmara la corriente de izquierda, este segundo trabajo trata de reconstruir los acontecimientos acaecidos meses antes de la declaración de guerra a Turquía, poniendo de relieve sobre todo los principios sobre los que se basó la dura campaña anti-intervencionista de la Federación juvenil socialista a través de su periódico «L'Avanguardia».

La oposición a la guerra y el antimilitarismo, pese a ser temas habituales de los Congresos de la Internacional Socialista, no estaban basados en principios rígidos del programa comunista, y arrastraban el peso de las influencias genéricamente humanitarias, tolstoianas, pacifistas.

La lucha de las corrientes de izquierda a nivel internacional, que pueden, para entendernos mejor, referirse a los nombres de Luxembourg y Liebknecht en Alemania, de Lenin y Martov en Rusia, permitió que se incluyese la famosa enmienda revolucionaria en la resolución del Congreso de Sttudgart de 1907, pero no consiguió influenciar la actitud de los dirigentes de los distintos partidos nacionales que siguieron impregnados de "internacionalismo retórico", como demostrará trágicamente la adhesión a la guerra siete años después.

Pese a no haber adquirido una relevancia internacional la lucha de la corriente de izquierda dentro del PSI tuvo una importancia determinante, porque a ella se debió que el PSI no siguiese a sus partidos hermanos en la completa «degringolade» de la adhesión a la guerra. La lucha para remachar los clavos de la teoría marxista clásica contra las innovaciones de la derecha del partido y el todavía más insidioso trabajo del centro, fue determinante en el camino que llevó a la fundación de un Partido Comunista con un programa que se correspondía plenamente con los principios del comunismo revolucionario.

El tercer relator examinó a la socialdemocracia alemana en el periodo cercano al estallido de la primera guerra mundial. El partido tras el fin de las leyes antisocialistas creció de manera sensible, paralelamente al desarrollo del capitalismo y a las no difíciles conquistas prácticas contingentes; desfigurando las indicaciones de Engels la dirección evitó cualquier choque directo y serio con la clase enemiga, renunciando a la palestra revolucionaria necesaria para templar al Partido.

Si en las cuestiones teóricas y de principio el centro proclamaba su fidelidad, en la acción práctica no era así: frente a la carrera de armamentos y a las perspectivas de guerra la dirección del SPD dirigía las energías proletarias hacia unas peticiones lastimeras en pro de la reducción de armamentos, reivindicando unos acuerdos internacionales equitativos. El planteamiento de la izquierda del SPD agrupada alrededor de Liebknecht y Luxembourg fue correcto: no al rechazo al servicio militar, si a la demolición del espíritu imperialista antiproletario y contrarrevolucionario en el ejército; no a la destrucción de las armas, y sí a su conquista.

Siguiendo el curso de los acontecimientos el relator describió la descomposición y el hundimiento del SPD al cabo de unos pocos días.

Desde la primera fase de la primera guerra imperialista, desde las primeras batallas se puso en evidencia que el objetivo principal de la guerra era la destrucción de mercancías, la matanza de proletarios; no preveían otra cosa los planes estratégicos.
 

Historia de la Izquierda

El domingo por la mañana el informe sobre la Historia de la Izquierda continuó con los temas abordados en las reuniones generales precedentes, o sea la actitud del partido ante la segunda guerra imperialista.

Los argumentos desarrollados han tenido como objetivo demostrar que el interés primordial de todos los países beligerantes era el aplastamiento del proletariado como clase, y frente a este interés primario, pasan a un segundo orden incluso los resultados de las operaciones militares.

Después, tras enunciar esta tesis característica de nuestra escuela, citando pasajes de Prometeo de 1943/45, se pasó a la exposición de los acontecimientos y de los comportamientos tanto de los Estados beligerantes como de las organizaciones políticas antifascistas, y principalmente, del estalinismo.

En el informe precedente vimos cómo el gobierno post-fascista de Badoglio fue considerado tanto por los angloamericanos como por los alemanes, como el único gobierno capaz de afrontar la revuelta obrera ahogando en sangre toda manifestación, por mínima que fuese, contraria al régimen bélico.

El gobierno Badoglio siguió ejerciendo esta función contrarrevolucionaria incluso después de la rendición incondicional a los aliados, y antes de abandonar precipitadamente Roma este gobierno se preocupó de que el poder pasase a manos alemanas sin problemas. Para este fin fueron dictadas una serie de disposiciones, en un breve intervalo de tiempo, para que «los alemanes se muevan a través de las líneas italianas», ordenando que «el plan previsto para interrumpir los vínculos con los alemanes no se lleve a cabo».

La fuga del rey al sur, lo mismo que la de Mussolini hacia el norte tenían como objetivo evidente impedir un vacío de poder durante el cual la clase obrera italiana se levantase y transmitiese a los proletarios uniformados alemanes el contagio de la revuelta, la cual habría tenido repercusiones a nivel europeo. Para demostrarlo se dio lectura a numerosos episodios en los cuales los soldados alemanes habían mostrado su aversión a la guerra, fraternizando con soldados y con la población italiana, y habían buscado contactos y solidaridad entre los proletarios, especialmente en las fábricas.

Para romper este instintivo vínculo de clase que estaba cobrando vida y se desarrollaba entre los militares alemanes, soldados italianos y proletariado de fábrica, para destruir esta espontánea fraternización intervino el antifascismo con el partido estalinista a la cabeza.

Para que la guerra pudiese continuar su curso natural en interés tanto de los capitalismos nacionales, como del capitalismo en general, los soldados, los proletarios, debían ser encerrados dentro de los rediles del nacionalismo fomentando en ellos el odio contra el «enemigo» para seguir matándose en nombre del socialismo, de la democracia, de la civilización y de la patria.

El PCI de Togliatti, que trabajaba junto a las potencias aliadas, para que el proletariado italiano ofreciera su "contribución sangrienta", abriendo las puertas de su organización en nombre de la unidad nacional, a los peores liantes tránsfugas de última hora del fascismo, debía inculcar en el espíritu de los trabajadores el odio contra el soldado alemán, que como escribió Pajetta, debía ser eliminado incluso aunque «pudiera ser un obrero, o incluso un comunista».

Desde esta óptica deben considerarse la mayor parte de las acciones partisanas que mediante atentados y emboscadas, sin sentido desde el punto de vista bélico, daban el pretexto a los ocupantes alemanes para llevar a cabo sangrientas acciones de represalia contra poblaciones inermes a las que las organizaciones partisanas no defendieron.

Todas estas acciones, privadas de una lógica bélica, tuvieron el efecto de consolidar la disciplina dentro del ejército alemán. Los proletarios uniformados alemanes, hartos de la guerra y predispuestos a dejar de luchar, al ver como se cerraban las puertas de la solidaridad y la ayuda por parte del proletariado italiano, buscaron su única defensa dentro de su propio ejército, ligando su suerte a la de su Estado y su odio se dirigió contra los traidores italianos.

Contra la lógica traidora del estalinismo que empujaba a los obreros hacia la colaboración de clase, a dar su sangre por la instauración de un régimen democrático burgués que habría sido peor que el mismo fascismo, que les llevaba a empuñar las armas para que un imperialismo triunfase sobre otro y para esta finalidad desempolvaba todo el arsenal de la retórica nacionalista y fascista del tipo: «honor de la patria», «sagradas fronteras», «nuevo risorgimento»; contra esta política interclasista el Partido Comunista Internacionalista lanzaba la consigna de la revolución comunista, que uniese a los trabajadores de todo el mundo contra el mismo enemigo: el capitalismo internacional.

Los compañeros internacionalistas que siempre habían mantenido, sin ningún tipo de ambigüedad, que las organizaciones partisanas estaban ligadas fuertemente a los intereses de la burguesía nacional y eran el instrumento de una constelación imperialista contra otra, hacían una clara distinción entre el movimiento partisano (siempre contrarrevolucionario) y aquellos individuos proletarios que combatían como partisanos y «que creen sinceramente en la necesidad de la lucha contra el nazifascismo y consideran que, una vez abatido este obstáculo, podrán marchar hacia la conquista del poder, derrotando al capitalismo».

A estos proletarios la Izquierda Comunista se dirigía para que separasen su responsabilidad de la de los defensores de la legalidad democrática burguesa y se uniesen al proletariado de las grandes fábricas para luchar en una diuturna batalla clasista autónoma transformando sus núcleos armados en organismos de autodefensa proletaria, dispuestos a combatir, mañana, en la guerra «dura, pero luminosa, de la revolución proletaria».
 

Sueño y necesidad del comunismo

En esta reunión el relator expuso nuestras consideraciones acerca de los conceptos de Individuo, Moral, Militancia en el partido.

El hombre arcaico juzga los sentimientos personales como una debilidad que perturba el necesario desarrollo de la naturaleza. El «lirismo personal» fue una reacción indeseada ante una laceración social externa que obligaba a decidir.

La adhesión al partido, que para nosotros es un acto voluntario y personal, sabemos que no es un acto «libre» sino un producto de las determinaciones sociales. Pero en el individuo es el fruto de un discernimiento, en el que se dan cita sensibilidad, conocimiento e intelecto.

No hay contradicción en la adhesión personal al partido, al ser éste un órgano colectivo impersonal, ya que se trata de la renuncia a la ilusión de modificar la realidad con sus propias fuerzas, colaborando con quien siente, quiere y piensa en el mismo objetivo.

Utilizando una cita de Trotsky se daba esta definición nuestra de la "Honestidad": coherencia entre palabra y acción, a los ojos de la clase trabajadora, en relación con el objetivo supremo del movimiento. Queda excluido que el partido comunista pueda mentir a la clase que representa. Y con mayor razón queda excluido que se pueda mentir al partido sin de esta forma negarlo y destruirlo.
 

Desarrollo de la crisis en Rusia

El último informe fue una actualización de nuestras valoraciones acerca de los acontecimientos en Rusia, país en el que la persistencia de la gravísima crisis recesiva, a pesar de la triunfante "democracia" y de las ya preponderantes "privatizaciones", prueba que ninguna de ellas tiene un real soporte económico, y sólo son un sutil barnizado de las mismas relaciones económicas vigentes bajo Stalin y sus sucesores: relaciones capitalistas, ni más ni menos. La «política económica» de los Estados varía, sí, pero está determinada, sigue las alternancias del ciclo industrial e histórico capitalista, y no a la inversa.

Se ofreció al auditorio un cuadro estadístico que confirmaba las dificultades para detener la caída tanto de la producción agrícola como industrial con un inevitable aumento del paro.

Para confirmar la inconsistencia real de la falsa revolución de 1989-1991 en Rusia, está la persistente incapacidad no sólo para resolver, sino incluso para afrontar la dramática cuestión agraria en las amplias llanuras de Europa y Asia, encerradas dentro de relaciones agrarias que no llegan ni siquiera al capitalismo pleno, y que obligan a que el trabajo empleado allí alcance unos niveles de productividad bajísimos.

Otro fenómeno negativo es el mantenimiento de la estructura desequilibrada del comercio con el exterior, en el cual se venden mayoritariamente materias primas minerales y se compran productos industriales y alimenticios.

* * *

Tras tomar los últimos acuerdos durante la tarde del domingo, y tras establecer los trabajos a realizar hasta la próxima reunión, los compañeros se despidieron expresando su plena satisfacción por los resultados de nuestro difícil pero apasionante empeño.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 



EL POTENTE MOVIMIENTO HUELGUÍSTICO DE FRANCIA
DERROTADO POR EL SABOTAJE DE LOS SINDICATOS
 

Cuando el 15 de noviembre del pasado año Alain Juppé, primer ministro de Francia, presentó a la Asamblea Nacional su plan de reforma de la seguridad social, terminó su discurso llamando a la unidad y a la solidaridad de los franceses en nombre de los intereses nacionales. Los representantes del pueblo francés le cubrieron de aplausos, y en el bando burgués se dejaron oír los hosannas elogiando al audaz que, después de haber congelado en octubre para todo 1996 los aumentos retributivos de los empleados públicos, osaba presentar una reforma histórica de la seguridad social, después de 18 intentos precedentes en otros tantos 20 años, la revisión de las pensiones especiales (que disfrutan casi todos los empleados públicos), la reforma del convenio ferroviario, el cambio de estatuto de France-Telecom y la apertura al mercado del Gas y la Electricidad, con los consabidos y notorios efectos sobre el empleo, los salarios y la productividad en estos sectores nombrados. La Bolsa francesa subió un 2%, el Banco central rebajó en 0,2 puntos sus tipos de interés, la patronal francesa habló de revolución, mientras que la italiana estaba en éxtasis hablando de Francia como de la tierra prometida.

Más sobriamente los alemanes valoraron el plan Juppé como el precio a pagar para que Francia permaneciese unida al núcleo central de la Unión Europea constituido por Alemania, Austria y el Benelux. En el encuentro que tuvo lugar el 17 de noviembre en Frankfurt, el eje franco-alemán retomó su proyección europea con los alemanes elogiando el plan y los franceses apoyando oficialmente el pacto de estabilidad del gobierno alemán para coordinar las políticas económicas de los países de la Unión Europea, que de hecho ya ha dejado claro que la mayor parte de los países europeos queda excluida de este núcleo central. La burguesía italiana lanzó su grito de dolor y, sensibilizada por su reciente experiencia histórica, advirtió a los alemanes que «hacer que este camino (el de Maastricht) sea más difícil equivale a correr el riesgo de la revuelta social» (Il Sole 24 Ore, 15-11-1995). La burguesía francesa ha pretendido obtener en 15 días lo que en Italia requirió 8 años. Los burgueses italianos temían que el incendio se propagase por la península, y los alemanes veían amenazadas las condiciones de la Europa germanizada.

Force Ouvriere (FO), sindicato amarillo, que conocía con antelación el plan Juppé, declaró el día 13 una huelga general para el día 28, que fue acogida con una indiferencia general. Los sindicatos de los trabajadores públicos y las organizaciones confederales CGT y FO declararon después, el día 16, una huelga general de los empleados públicos para el día 24, con manifestaciones callejeras. La burguesía no se preocupó por esto: contaba ya con ello y pensó que todo acabaría igual que la huelga de los empleados públicos del 10 de octubre. Los mismos sindicatos no fueron capaces de percibir lo que se estaba cociendo en la clase. La huelga del 24 no era una huelga de la clase obrera con unos objetivos de lucha unitarios. Fue la huelga de categorías de trabajadores que sacan a la calle sus propias reivindicaciones específicas. La declaración de huelga por parte de los sindicatos no se encaminaba tanto a combatir el plan Juppé cuanto a reivindicar su derecho a ser consultados.

Fueron los cheminots, los ferroviarios, que ya en el pasado protagonizaron memorables huelgas, los que tomaron la cabeza del movimiento prosiguiendo la huelga a ultranza, y el día 18 les siguieron los trabajadores del Metro y de los autobuses parisinos (RATP) y a continuación Correos, EDF (electricidad), el Gas, France-Telecom, y un poco más tarde escuelas, hospitales, aeropuertos, Banco de Francia y los mineros de Alsacia y Lorena. En poco tiempo toda Francia quedó bloqueada ocasionando unas pérdidas enormes al capital (sólo en las empresas privadas, que no han participado en el movimiento, las pérdidas son multimillonarias).

A medida que el movimiento se extendía se iban clarificando los objetivos. A las reivindicaciones de los distintos sectores se unían los objetivos generales que no se limitaban a la retirada del plan Juppé, sino que se extendían hasta la petición del restablecimiento de los 37 años y medio para las pensiones del sector privado que en 1993 Balladur había extendido hasta 40 años, la disminución de la jornada de trabajo, los aumentos salariales, la incorporación de los trabajadores temporales, de los de las contratas y los de los contratos de solidaridad (CES).

Aquí ya se evidencia una diferencia con el movimiento italiano de defensa de las pensiones: los trabajadores franceses pedían la equiparación con el nivel más alto mientras que la FIOM de Brescia, «punta de diamante» de la lucha en Italia siempre se ha manifestado abiertamente contra los «privilegios» del sector público. Y el señor Trentin que en el Manifesto acusaba al movimiento francés de corporativismo en contraposición al universalismo del sindicalismo italiano, como buen agente del capital en el seno de la clase obrera no puede aceptar que una «revuelta industrial (...) puede ser todo lo parcial que se quiera, ya que encierra en sí misma un espíritu universal; la revuelta política puede ser todo lo universal que se quiera, pero esconde bajo las formas más colosales un espíritu estrecho» (Marx, Glosas críticas marginales al artículo "El rey de Prusia y la reforma social", firmado un prusiano).

El núcleo impulsor del movimiento estuvo constituido mayoritariamente por jóvenes menores de 35 años, principalmente obreros, empleados y profesionales intermedios, pertenecientes en mayor medida al sector público: «La huelga ha adquirido una dimensión romántica sobre todo entre los asalariados más jóvenes y entre los que hasta ese momento estaban poco sindicalizados. Toda nueva manifestación de ámbito nacional constituye un apoyo para su acción» (Declaraciones de R.Jung, alto directivo de los transportes parisinos RATP al periódico Le Monde). Fue uno de estos jóvenes quien colocó la bandera roja en los locales ocupados de la RATP de Rue de Championnet como símbolo de la Comunne, provocando la intervención preocupada del delegado de la CGT que la colocó junto a la bandera tricolor. Fueron estos jóvenes los que nutrieron los piquetes que impidieron, incluso violentamente, el sabotaje de la lucha por parte de los esquiroles.

FO y CGT se vieron obligados a ir a la carrerilla continuamente tras el movimiento simulando la aceptación de los objetivos y de los métodos de lucha, cuando su único contencioso con Juppé no era el plan que llevaba su nombre sino el que no hubiese sido acordado con ellos. A los diez días de huelga a ultranza, FO y CGT pidieron oficialmente la retirada del plan Juppé como condición preliminar de cualquier negociación, pero en el encuentro del 9 de diciembre con el Ministro de Trabajo esta petición no salió a colación.

En lo que se refiere a la lucha, aunque haya llegado a amenazar con una huelga general extendida también al sector privado, la CGT se ha cuidado mucho de prepararla y organizarla. El día 7 en el Congreso de la CGT la palabra huelga general fue arrinconada, siendo sustituida por un llamamiento «a una acción unitaria e interprofesional generalizando en todo el país la organización de huelgas y manifestaciones». Y fueron necesarias vivas discusiones para cambiar, en el llamamiento redactado por el secretario Viannet al Congreso de la CGT para la huelga y la manifestación del 12, la frase «un nuevo empuje de acción» por «un nuevo empuje de generalización de la acción». De esta manera tan costosa y gracias a la presión del movimiento externo los delegados de la CGT consiguieron que las asambleas generales para «debatir y decidir democráticamente las reivindicaciones y la acción» se celebraran «para mañana» (es decir, para el día 9, ¡después de 15 días de huelga!), esto era algo que no se había precisado en el llamamiento del secretario. Pero por otra parte se trataba de una medida derrotista porque pedía a las asambleas locales y de empresa una decisión de huelga general y de relativa organización que solo el sindicato confederal estaba en condiciones de tomar.

Fue este el momento en el que el delegado de FO de la Estación de Saint-Lazare declaró a Le Monde del día 18 que la CGT y FO «nunca habían querido llegar a una huelga general, ya que Viannet y Blondel temblaban ante esta idea. El movimiento era demasiado espontáneo, demasiado autónomo, como se ha visto sobre el terreno, y se han empleado a fondo para frenar la organización de comités de huelga general en cada barrio»; algo esencial en un país que tiene 4,5 millones de trabajadores con contratos de trabajo precarios y una patronal tan fuerte como para poder despedir tras una huelga de camioneros al 50% de los huelguistas.

La velocísima evolución del movimiento francés la sintetizaba eficazmente un miembro del piquete ferroviario del puesto 1 de la línea París Nord: «Me he lanzado a la lucha como conductor de trenes, al día siguiente me sentía antes que nada ferroviario, después me sentía empleado público, y ahora me siento simplemente asalariado, como los trabajadores del sector privado, a los que quisiera ver unidos a la causa (...). Si mañana no continuase la lucha se me caería la cara de vergüenza» (Le Monde, 12-12-1995).

El impasse en el había caído el movimiento a causa del sabotaje sindical, que en nombre del espontaneismo y del democratismo dejaba al movimiento a su aire, se muestra claramente en las palabras de otro joven cheminot de la Gare du Nord, que el sábado 16, en contra de las indicaciones de la CGT y con solo 8 votos contra 200 vota a favor de la huelga a ultranza: «Había que oponerse a la Europa del dinero, al liberalismo a la americana que deja que la gente se muera de hambre en la calle, pero una vez que se ha dicho lo que se rechaza no se sabe hacia dónde dirigir este movimiento». Este joven ferroviario expresa la esencia de la cuestión que no pertenece solamente a este movimiento, sino que es característica de todo movimiento sindical de la clase obrera que consiga oponerse al capital: la necesidad de ir más allá hasta alcanzar una salida política. Por encima de las fanfarronadas públicas la CGT y FO han trabajado, encontrando incluso resistencias en su interior, especialmente la CGT, para que el movimiento no fuera más allá de ciertos límites y no perturbase el marco político.

Los así llamados partidos de izquierda PS y PC se han mantenido alejados del movimiento. Tras permanecer en silencio, sólo tras la primera semana de huelga anunciaron un frío apoyo a través de sus ridículos muñecos parlamentarios: ¡moción de censura al gobierno Juppé que goza de una aplastante mayoría parlamentaria! En el Comité Nacional del PCF (Partido Comunista de Francia) convocado el día 6 de diciembre para tratar el tema de la huelga y la táctica del partido, su secretario R. Hue hacía especial hincapié sobre la necesidad de una presencia discreta para evitar la disolución de la Asamblea Nacional ya que el partido no estaba preparado para esto. El día 7 R. Hue declaraba a la Radiotelevisión francesa: «No hay que decirle al movimiento precisamente lo que él mismo no dice, el movimiento hoy no está a favor de un cambio político». ¡Para este cretino parlamentario la política comienza y acaba en los escaños del parlamento! Por lo que respecta a la táctica, en una intervención publicada en L'Humanité el día 7, R. Hue, tras afirmar que ya no existe correa de transmisión entre partido y sindicato, prosigue: «¿Quién puede pensar que los comunistas no están entre los que se manifiestan? Los comunistas están en el movimiento no como partido guía sino con su nueva estrategia: iniciativas y propuestas a discutir». La táctica oportunista toma del arsenal del anarquismo y del espontaneismo los instrumentos para hundir el movimiento. En nombre de la democracia simulan abdicar de su función dirigente trabajando sobre la periferia del movimiento para hacerlo encallar. El Partido proclama que se adapta al Sindicato y éste al movimiento. La realidad es que ambos trabajan para que el espíritu del movimiento no emerja y acabe replegándose sobre sí mismo. La correa de transmisión, lejos de romperse, todavía funciona, pero de una forma más engañosa y adecuada a una fase en la cual la fuerza organizada del oportunismo en el seno de la clase obrera está muy mermada.

La maniobra oportunista no pasa desapercibida a los elementos más sagaces de la base, y esto es constatable en las innumerables declaraciones recogidas por Le Monde: «Este movimiento era de una naturaleza distinta a la de un simple conflicto social, se había convertido en una crítica contra las élites, contra el liberalismo impuesto a garrotazos (...) contra una riqueza no compartida, contra una sociedad que no está hecha para el hombre. El movimiento había llegado a tal punto que no podía más que ser político: había despertado muchas nuevas conciencias y no se podía traicionar» (Declaraciones de un delegado de la CGT en la estación Du Nord). «A nivel de la federación ferroviaria, las victorias por categorías son incontestables; a nivel confederal Viannet podrá negociar mejor ya que no ha buscado el choque total contra Juppé, pues ha pensado que no había alternativa a Juppé, teniendo en cuenta que también ha mantenido consultas con el PCF» (delegado ferroviario de la CGT).

El Partido Socialista ha hecho todo lo posible para mantenerse al margen del movimiento social. Ya sea porque en sustancia estaba de acuerdo con el plan Juppé y sólo ha criticado el método impositivo, o bien porque su sindicato afín, la CFDT, se ha alineado abiertamente con el primer ministro, si bien esto ha provocado grandes divisiones internas. El secretario del PS Lionel Jospin siempre se ha expresado con un lenguaje moderado acerca de la huelga limitando su apoyo, que por lo demás sólo ha sido puramente parlamentario. El portavoz del PS Holland ha declarado que los socialistas «han llevado a cabo una labor responsable» desde que comenzó la crisis, y no han «intentado exasperar las cosas para obtener una ventaja política, no hemos querido recuperar un movimiento social, hemos querido poner en tela de juicio a un gobierno que es incapaz de negociar».

Socialistas y comunistas en las víspera de las últimas manifestaciones manifestaron su apoyo, pero se cuidaron mucho de llamar a sus militantes a la participación, ya que consideraban que ésta era sólo una iniciativa sindical. La función contrarrevolucionaria de estos partidos, complementaria a la de los partidos alineados abiertamente junto al capital, no ha pasado inadvertida al sector más consciente de los trabajadores. El oportunismo político-sindical y el gobierno han trabajado en sus respectivas areas y organizados para reventar el movimiento y mostrar finalmente que tenían razón. El gobierno que todavía el día 29 se mantenía beligerante: «La hora de la reforma en Francia ha llegado, y retrasarla ahora, como se viene haciendo sin interrupción desde los últimos 15 años, equivale a aceptar el declive», frente a la extensión de las huelgas calló dejando al sindicato la pesada tarea de encauzar el torrente. La táctica sindical ha sido simple pero eficaz: dejar que el torrente se desbordase sin ofrecerle un objetivo, acompañándolo en las manifestaciones callejeras (ha habido 7 nacionales, de las cuales 3 en sólo 8 días y decenas de locales). Sacar a los trabajadores a la calle tiene sentido si su fuerza se dirige hacia un objetivo claro y se involucra a los sectores que todavía no están en huelga, pero si se convierte en un fin en sí misma se convierte en algo derrotista.

Tras la manifestación del día 5 Juppé hizo las primeras «concesiones» que se concretaron en la apertura de 5 mesas de negociación, con la clara intención de dividir el movimiento. Desde ese momento los sindicatos han enviado al gobierno una avalancha de señales favorables a la negociación, muy distintas de las consignas callejeras que se habían empleado hasta el encuentro del sábado 9 entre Viannet y Blondel con el Ministro de Trabajo, que preparó el así llamado «retroceso» de Juppé el día 10.

Estos son los puntos más destacables del discurso de Juppé en France 2, sintetizados por Le Monde del día 12: «Las nuevas decisiones. El señor Juppé ha celebrado una cumbre social con los sindicatos, y en ella se han tratado principalmente la reducción de la jornada de trabajo y el trabajo de los jóvenes. La defensa del servicio público en su versión francesa se inscribirá en el preámbulo de la Constitución en el marco de la revisión constitucional ya en proyecto. Los proyectos retirados o modificados han sido: la firma del Convenio entre el Estado y la SNCF [los ferrocarriles franceses, ndr] ha sido aplazada sine die. Los regímenes especiales de pensiones no se incluirán dentro del régimen general y por tanto no se modificará la edad de jubilación de ciertas categorías que tienen convenios especiales. No se pondrá en discusión la edad de 50 años para el personal viajante de la SNCF y la RATP. Las pensiones del personal de la SNCF y la RATP se seguirán calculando en base a los últimos seis meses de actividad. La Comisión Le Vert que debía preparar el libro blanco sobre la reforma de los regímenes especiales queda suprimida. Los proyectos que permanecen son los siguientes: el plan de reforma de la asistencia por enfermedad se mantiene así como la reforma de los hospitales y el pago de la deuda social (RDS) que será regulado próximamente. Las cuestiones que no se han abordado: numerosos puntos enunciados el 15 de noviembre no han sido tratados detalladamente. Referente a los regímenes especiales y a la edad de jubilación y a las modalidades para calcular su importe, Juppé ha hablado explícitamente sólo del personal viajante de la SNCF y de la RATP». Tras aceptar las reivindicaciones de los ferroviarios y de los trabajadores del Metro de París, Juppé ha seguido manteniendo la reforma de la Seguridad Social, tal y como había sido presentada a la asamblea nacional el 15 de noviembre. «Para mostrar que sobre este aspecto no se dará un paso atrás se llevará al pleno que se celebre en el Palais-Bourbon para asumir la responsabilidad del gobierno en la votación de la ley de reforma de las pensiones».

Las manifestaciones del 12 y del 16 que todavía reunían a millones de trabajadores con consignas que ponían en evidencia el comportamiento sindical -- retirada del plan Juppé y apertura de una negociación social -- sirvieron sólo como válvula de escape de la rabia de los trabajadores. Pese a que la CGT representaba al 40% de los trabajadores de la RATP, al 50% de los conductores del Metro y de los autobuses urbanos y a la mayoría de los ferroviarios, el día después del comunicado de la federación de la CGT ferroviaria que invitaba a los trabajadores a reanudar el trabajo, ya que todos los objetivos que perseguía el sector se habían conseguido («modificar la forma actual del movimiento, reforzando la movilización para todo convenio interprofesional de lucha por la retirada del plan Juppé»), sólo el 20% de los conductores del Metro y de los autobuses abandonaron la huelga. Las asambleas de ferroviarios que votaron la reanudación del trabajo eran sólo 194 contra 356; conociendo por experiencia directa los métodos de presión e intimidación que emplea un sindicato del régimen cuando un movimiento llega a su fase descendente, en este caso ante la falta de una perspectiva, podemos imaginar lo amplia que ha sido la oposición de los trabajadores y la rabia que han sentido. Todavía los días 19-20 en la SNCF, RATP y en Correos quedaban núcleos irreductibles que seguían manteniendo la huelga mientras que los ferroviarios de Marsella han proseguido la huelga hasta el día 30 y en Caen hasta el 2 de enero.

Numerosas declaraciones confirman que la maniobra sindical para distraer a los trabajadores en lugar de darles una clara dirección político-sindical y una seria organización de lucha, no ha pasado desapercibida para muchos trabajadores.

Hay que explicar el porqué a diferencia de 1986, cuando los ferroviarios se dieron unas estructuras autónomas de organización fuera de los sindicatos, en este caso no haya sido así, pese a que la energía expresada por la clase haya sido en esta ocasión indudablemente mayor. La cuestión es meramente física. En 1986 los trabajadores tenían frente a ellos, además del Estado francés, a un capital que todavía podía conceder algo. Incluso un movimiento con baja energía podía permitir al proletariado la obtención de resultados notables tanto a nivel de los objetivos como de la organización. Hoy se enfrenta a todo el capital europeo que no está en condiciones de ofrecer nada, y son necesarias grandes dosis de energía simplemente para no retroceder. La concentración del capital hace cada vez más difícil tanto la organización autónoma como pasar a la ofensiva, pero precisamente por este carácter físico de la situación es inevitable que llegue un momento en el cual la energía potencial acumulada por el proletariado llegue a ser superior a la de concentración del capital, y esta transformación se manifiesta como energía cinética que se presenta ante nuestros ojos como una Revolución.

Además de confirmar la naturaleza antiproletaria de los sindicatos del régimen, irrecuperables para la acción clasista, el movimiento francés ha confirmado otras posiciones del Partido.

El Partido siempre ha afirmado que el racismo entre el proletariado es sólo un fenómeno accidental y transitorio que puede brotar sólo en unos determinados momentos de máxima depresión, pero que no puede resistir mínimamente a un movimiento clasista serio. La experiencia francesa ha confirmado esta previsión, y los episodios de racismo han desaparecido, como han reconocido los mismos inmigrantes, mientras el movimiento se iba extendiendo. La cuestión social ha quebrado la base militante y electoral del único partido francés declaradamente fascista, el Frente Nacional (FN), poniendo en serios aprietos a su dirección, que se ha visto obligada a atacar tanto a Juppé como a los sindicatos. Hay que señalar que el 37% de los votantes del FN, entre los que no faltan proletarios, era favorable a continuar las huelgas y el 23% creía que las concesiones de Juppé eran inconsistentes, mientras Marsella y toda el Sur de Francia han tenido una enorme participación tanto en las huelgas como en las manifestaciones.

En lo que respecta a la tesis de que frente al capital en el momento decisivo la clase obrera está sola, la experiencia francesa nos ha ofrecido la enésima confirmación: todos los partidos de las clases medias se han alineado con el capital y su gobierno.

Otra confirmación ha sido la desaparición de los estudiantes de la escena política y del movimiento: se han contentado con 4 duros y no han molestado al actor principal, como ha sucedido otras veces con efectos nefastos y perturbadores.

Otro aspecto puesto de manifiesto ha sido el estado de ánimo tenso y desilusionado de los participantes en el movimiento, en claro contraste con la ligereza de mayo del 68. Esto quiere decir que las ideas de «progreso» están desapareciendo de las mentes de los obreros y que éstos comienzan a darse cuenta de lo que significan el capitalismo y la lucha de clases. La lucha de clases llega hasta una batalla en la que las clases se enfrentan en un choque mortal. El viejo topo, después de haber excavado bajo los cimientos, hará que veamos como se derrumba todo el edificio burgués.
 

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Los oportunistas social-comunistas y sus agentes sindicales han negado al movimiento francés el carácter político, incluso en el momento de su máxima expansión física y reivindicativa. Su interés ha sido el de limitarlo al ámbito sub-sindical y de categorías, pero esto no nos exime de plantearnos cual ha sido la naturaleza efectiva de este movimiento compuesto, sobre el que burgueses y oportunistas han arrojado formulaciones que cuando no son pura fantasía son mistificadoras.

El «Manifiesto del Partido Comunista» afirma claramente que toda lucha de clase es una lucha política, mientras que la «Sagrada Familia» nos dice que la respuesta no hay que buscarla nunca en lo que un proletario individual o todo el proletariado piensan de lo que están haciendo. La formulación más clara de movimiento político y económico aparece en la célebre carta de Marx a Bolte del 23 de noviembre de 1871: «Todo movimiento en el que la clase obrera actúa como clase contra las clases dominantes y trata de forzarlas presionando desde fuera es un movimiento político. Por ejemplo, la tentativa de obligar mediante huelgas a capitalistas aislados a reducir la jornada de trabajo en determinada fábrica o rama de la industria es un movimiento puramente económico; por el contrario, el movimiento con vistas a que se decrete la ley de la jornada de ocho horas, etc, es un movimiento político. Así, pues, de los movimientos económicos separados de los obreros nace en todas partes un movimiento político, es decir, un movimiento de la clase, cuyo objeto es que se dé satisfacción a sus intereses en forma general, es decir, en forma que sea compulsoria para toda la sociedad».

Añadimos a esta formulación que el imperialismo ha reunido dentro de una red totalitaria a todas las clases sociales y a toda la economía mundial, exasperando hasta el paroxismo todas sus contradicciones. Una huelga reivindicativa en una fábrica alemana durante la vigencia del convenio colectivo manifiesta hoy una relevancia sindical y política concatenada a escala internacional. No es una casualidad que la legislación alemana en materia de huelgas lo prohíba de hecho, teniendo en cuenta las innumerables cláusulas restrictivas. Una huelga, aunque sea pequeña, que se deba dar fuera de las normativas chocaría contra todo el orden constituido asumiendo instantáneamente un carácter político que se reflejaría sobre todo el proletariado europeo. El movimiento francés, que ha surgido por razones económicas y en gran parte de categoría, en el trascurso de una semana ha adquirido un carácter político peligroso para los equilibrios capitalistas. De ahí el pánico que tras la primera semana de huelga se ha apoderado de las capitales europeas y en particular de Bonn.
 

Francia y Alemania

En los años 80 Kissinger llegó a acusar a los pacifistas alemanes, autores de la consigna «mejor rojos que muertos», de ser la versión actualizada del movimiento nazista. La comparación no es peregrina como puede parecer a primera vista. Los pacifistas, quisieran o no, eran nacionalistas y defendían los intereses del capital alemán que habría sido triturado en una guerra ruso-americana llevada a cabo en su territorio y además utilizando a sus propios proletarios como carne de cañón. Hoy, en particular tras la unificación, Alemania, tras haber conquistado la soberanía económica, ha recuperado su soberanía jurídica y política. Esto ha creado y crea miedo no sólo entre sus vecinos sino entre los mismos alemanes: Europa no puede evitar su germanización, pero Alemania no está todavía suficientemente segura de sí misma para poderla germanizar, y un factor no desdeñable relacionado con esto es el peso histórico del «pasado que no pasa» impuesto por los aliados sobre sus espaldas. La solución inventada ha sido una Europa federal a la que se llegará a través de instrumentos monetarios (la famosa Unión Monetaria Europea prevista por el famoso tratado de Maastricht), en la cual aparentemente Alemania con todo su potencial económico, industrial y financiero se disolvería dentro de Europa. Pero acerca de los dos puntos centrales sobre los que se articula el Tratado de Maastricht, moneda única y Europa federal, el Tratado sustancialmente no dice nada, sus fundamentos conceptuales son vagos, su perspectiva política confusa. Cualquiera puede ver en él lo que le parezca y si es suficientemente fuerte puede imponer su visión conceptual a los demás. La Alemania de Kohl ha elaborado la idea del «núcleo duro» que en las actuales condiciones de la economía y de las finanzas se reduciría a Alemania, Austria, el Benelux, y Francia. El pacto de estabilidad propuesto por el Ministro de Finanzas alemán Theo Waigel y aprobado por Francia, va en esta dirección. En el «núcleo duro» la hegemonía monetaria alemana sería indiscutible porque 5 de los 6 estados que lo compondrían son parte integrante del área del marco, de tal manera que los respectivos bancos centrales se mueven al unísono desde hace años. Para Francia adherirse al «núcleo duro» significaría por tanto ponerse a remolque de los alemanes.

La idea del «núcleo duro» que se extendería progresivamente a los países que convergiesen en los parámetros de Maastricht ratificaría el predominio alemán en Europa, y la moneda única sería el vehículo de la germanización del viejo continente.

En este proyecto que es el único existente hoy en Europa, Francia y Alemania se prestarían ayuda mutua. Francia puede progresar en Europa sólo junto a Alemania pero en el nuevo orden geopolítico que se formaría, estaría en una posición subordinada y tendencialmente concurrencial. Alemania no puede dejar a un lado a Francia porque sin ella la Europa germanizada no podría permanecer unida ni a los demás pueblos europeos ni a los mismos alemanes, con riesgo de rechazo y renacimiento de los nacionalismos, quizás coaligados contra el gigante germánico.

La Europa de Maastricht es pues mucho más que un complejo de reglas para llegar a la moneda única. Es la fórmula alemana para que Europa pueda competir en el mercado mundial y en los mercados financieros contra sus competidores históricos, americanos y nipones, antes de que la culminación de la crisis económica se plasme en la tercera guerra mundial imperialista, si antes no lo impide una sublevación proletaria. No es una casualidad que Kohl afirme que la unidad europea es una cuestión de guerra o paz. En realidad la unidad europea es un apoyo para la preparación de la guerra, pero desde el punto de vista alemán evita que el Goliat germánico se encuentre rodeado de pigmeos que intenten coaligarse, incluso aliados con otras grandes potencias, contra él.

El movimiento de los obreros franceses con sus sencillas reivindicaciones, en la remota hipótesis de que, en las condiciones actuales, hubiese triunfado, habría amenazado este proyecto en su punto débil más vistoso, Francia. «El futuro de Europa no se decide estos días en la Cancillería Federal, sino en las calles de París», confesaba horrorizado un alto funcionario alemán (La Repubblica, 11-12-1995). El temor de Bonn y de todos los países ligados a su rueda era que Francia fuese el inicio de un incendio que habría sacudido a Europa. Si el gobierno francés hubiese sido derrotado por los huelguistas, Francia no habría podido respetar los parámetros de Maastricht y la Unión Económica y Monetaria, incluso restringida, habría saltado por los aires. Este salto en el vacío aterrorizaba a los capitalistas europeos que como indicaba Le Monde «han colocado los huevos en la misma cesta».

Después de haber impuesto durante años duras medidas a los proletarios europeos, todos los Estados de Europa saben que su única posibilidad de salvación es continuar pisoteando a la clase obrera. Igualmente saben que, hoy en Francia, mañana en cualquier otro punto del continente, desde Lisboa hasta Moscú, puede volver a encenderse el incendio proletario, con un carácter consciente en la medida que el partido comunista se extienda entre las filas obreras, y a través de una lucha abierta y generalizada. Entonces ya no habrá espacio para compromisos ni para corrupción.

Frente a esta terrible perspectiva el capital europeo se ha movilizado como un solo hombre, utilizando todos sus instrumentos. El Banco de Francia bajó por tres veces en menos de un mes los tipos de interés llevándola hasta el nivel más bajo de los últimos 23 años. Las repetidas intervenciones no han tenido ninguna motivación económica y monetaria sino solamente política, desmitificando la presunta autonomía del Banco central que había llevado incluso a modificar la Constitución: el Banco central puede ser autónomo, en ciertos momentos, de la fracción nacional del capital mundial y de su órgano político, el Estado nacional, pero nunca lo será respecto a la clase capitalista mundial. Como confirmación de todo esto el Bundesbank, sumo sacerdote de la «intransigencia y la neutralidad» monetaria, el 14 de diciembre bajó su tipos en medio punto echando un cable al gobierno Juppé en crisis.

En la cumbre franco-alemana del día 7 en Baden-Baden Kohl y Chirac se la jugaron como nunca, el primero situándose junto al gobierno francés afirmando: «Alemania apoya el rigor del amigo Chirac, porque sólo el resaneamiento del déficit hará que Francia respete los criterios de Maastricht; porque la unidad europea es vital para dar a nuestros hijos un futuro de paz, sin odios nacionales ni guerras, y porque sin Francia, la unión monetaria y cualquier integración será imposible», el segundo encajando la confianza de los mercados, pero humillando al nacionalismo francés.

En Bruselas se pide que el gobierno francés tenga mano dura, pero al mismo tiempo se lanzan siniestros mensajes al capital francés afirmando que «cualquier desliz será inmediata y severamente castigado por los mercados». Es sabido y ha sido ampliamente difundido por los órganos de prensa, que uno de los motivos por los que Chirac no ha podido destituir a Juppé, incluso en los momentos más difíciles, ha sido el miedo a las sanciones alemanas. La consigna de Bonn y Bruselas es la misma: ayudar a los franceses y acabar con los conflictos. En esta línea han trabajado todos, incluida la oposición socialdemócrata alemana. El mismo líder del SPD, Oskar Lafontaine, el tribuno del Sarre, tan batallador y con fama de ser un «feroz izquierdista», en una visita que realizó al París de las huelgas y de las manifestaciones ha adoptado la línea conciliadora del gobierno alemán sin hacer ninguna crítica a Chirac. Durante la supercumbre de Madrid: «Nadie estaba de humor (...) como para pavonearse. Las huelgas francesas han hecho reflexionar a todos, la situación social en Europa ha ocupado la sesión de la tarde para los dirigentes europeos, partiendo de la base de un informe elaborado por la Comisión de Bruselas».

Los personajillos franceses de la CGT, del PCF y del Partido Socialista que habían negado el carácter político al movimiento social en Francia a finales de 1995, tal vez deberían explicar a los huelguistas porque 15 jefes de Estado y de gobierno perdieron una tarde entera para discutir de una simple huelga sindical que no merecía la atención de Hue o de Jospin.

No somos tan ingenuos como para esperar que lo hagan alguna vez. Por el contrario estamos seguros de que esta experiencia no ha sido en vano. Ha forjado una nueva leva de jóvenes combatientes de la clase obrera. Ellos, mañana, en la próxima e inevitable deflagración social, ocuparán su puesto de combate e impedirán que los traidores y los agentes del capital desvíen por enésima vez el gran río de la insurrección obrera hacia los canales de la conciliación entre las clases y de la solidaridad nacional, tan emblemáticamente representadas por las banderas tricolores izadas por el delegado de la CGT para ocultar la bandera roja de la Commune. Ese día una minoría visible del proletariado militará en las filas de un renacido partido internacional de la revolución reconociendo en el comunismo el final necesario y natural de las luchas sindicales.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


LA PENA DE MUERTE


Presentamos a continuación un trabajo publicado en verano de 1960, en "Il Programma Comunista", nuestro periódico italiano por aquel entonces. Hemos considerado oportuno volverlo a publicar, ahora traducido en español, no sólo porque la pena de muerte es un tema que siempre está de actualidad, como no podía ser de otra manera en la sociedad en que vivimos; sino también porque expone de una manera dialéctica y científica conceptos fundamentales y únicos sobre la lucha de clases, el Estado, la sucesión de las distintas sociedades, etc, y que además de ser necesario conocerlos sirven para reafirmarlos y poner de relieve cuan alejados estamos nosotros, los comunistas marxistas que continuamos existiendo después de siglo y medio, de los tantos y tantos movimientos denominados progresistas, de la izquierda, e incluso comunistas y marxistas.

La ejecución de Caryl Chessmann, el «bandido-escritor», parecía que fuera a provocar, justo en los días posteriores, una discusión pública sobre la pena de muerte. ¿Pero qué ha sucedido después? El clamor periodístico y radiotelevisivo ha desaparecido pronto, igual que los vapores de ácido cianhídrico que mataron a Chessmann. ¿Era necesario ponerse a discutir sobre el principio de la pena de muerte y ver si tal principio está de acuerdo con el armazón doctrinario y moral sobre el cual pretenden apoyarse la sociedad y el estado burgués?

Demasiado incómodo para los escritores reclutados por los diarios y revistas de gran tirada. Es más fácil y rentable especular románticamente sobre la alucinante aventura personal de un hombre mantenido durante doce años en el umbral de la cámara de gas. Y así han actuado, no sólo los escritores de la burguesía y occidentales, sino también aquellos que pretenden reclamarse a las tradiciones revolucionarias del proletariado. El cometido de la prensa de estos señores es el de hacer reír o llorar al público, no precisamente el de hacerle capaz para la discusión científica.

No utilizamos por casualidad el adjetivo «científico». El principio de la pena de muerte se considera y se discute desde el punto de vista científico. Ciertamente no tenemos la intención de aludir a la parte del corpus científico que está constituido por las ciencias naturales. Cuando nos topamos con cuestiones exquisitamente sociales, como precisamente la discusión sobre la pena de muerte, aparece con toda su falsedad el mito del progreso social como derivado del progreso de las ciencias. Para tales cuestiones las ciencias naturales no tienen respuesta. Si es justo o injusto condenar a muerte un ser humano; si compete a la sociedad, representada por el Estado, el derecho de quitar la vida a aquellos que se rebelan contra sus leyes y convenciones; son cuestiones a las cuales sólo es posible responder de dos modos, es decir: desde el punto de vista fideísta-idealista, que es la manera conservadora y burguesa, y desde el punto de vista del materialismo dialéctico, que es la manera revolucionaria y proletaria.

Para desbrozar el terreno de la discusión de prejuicios vanos, conviene antes de nada aclarar cómo la distinción entre Estados que mantienen la sanción capital y Estados que la han abolido es del todo ilusoria. Todo Estado, en cuanto organización de fuerza armada e instrumento de represión, se adjudica a sí mismo el derecho de quitar la vida a aquellos que desenvuelven actividades contrarias a las bases de la organización social vigente. La hipocresía democrática llega a negar al Estado el derecho de infligir la pena capital a los responsables de delitos comunes; pero la más libre de las constituciones democráticas se detiene ante el delito de «alta traición», que, en tiempos de agitación social, siempre puede ser invocado por el poder ejecutivo para mandar al verdugo aquellos que no se les hace responsables de delitos comunes, sino de rebelión contra el orden constituido. Tratando el caso de Italia, se podría hacer una lista, sin duda bastante larga, de las ejecuciones capitales que la policía, en pleno régimen de abolición, ha efectuado en las calles y plazas de la península, abriendo fuego sobre obreros y campesinos reclamando el derecho a la vida y al trabajo. Dejar tirados sobre el pavimento a los braceros sicilianos o a los obreros de las ciudades industriales del norte, para los cuales ni siquiera se puede impugnar el delito de «alta traición», ¿qué otra cosa significa, sino que el Estado burgués se reserva el derecho de infligir la pena de muerte aún cuando ésta no la contempla, no sólo el Código Penal, tampoco la libertad de expresión, el derecho a protestar, en fin, las diversas actas y estatutos de los diversos derechos humanos...?

La cuestión fundamental que hace falta responder, para llegar a una conclusión lógica, es en nuestro caso la siguiente: ¿Corresponde a la organización social el derecho de quitar la vida al individuo que se revuelve contra ella?

Para responder a tal pregunta, hace falta resolver otra cuestión. Visto que se discute de la vida física del individuo, se necesita pues establecer, de qué recibe el individuo la vida. Está claro que no se trata de una mera cuestión biológica. Se trata, en cambio, de ver qué condiciones objetivas permiten la existencia del individuo. Es en este terreno en el que la concepción fideísta-idealista incurre en la primera contradicción.

Para el fideísmo el fulcro de la vida social, incluso del mundo, está fuera de ella. Todo viene de Dios, de la Divina Providencia: las leyes naturales y morales, la vida y la muerte de los individuos y de la especie. Pero, apenas admitido que la divinidad existe, que lo ve todo y que es omnipotente, el fideísta le invoca la abdicación en favor del Estado. En la práctica, aparte de las sutiles distinciones sofísticas de los curas, el Estado se arroga todos los poderes y todos los derechos atribuidos a Dios: la vida social entera, también en las repúblicas más «libres», cae bajo el control directo del Estado.

La sentencia evangélica «Dad a Dios lo que es de Dios y al Cesar lo que es del Cesar», se resuelve, en la práctica, en una especie de diarquía, por la que Dios continúa reinando en los abismos de los cielos, mientras el Estado, insaciable Moloch, hace las veces en el mundo social. Así sucede que se proclama el origen divino de la vida, después se atribuye al Estado, representado por jueces, carceleros y verdugos, el derecho de quitar al individuo rebelde o a pueblos enteros (como demuestra la historia desde los emperadores asirios a Hitler) esa vida que se proclama ser una especie de chispa del fuego divino. Pero, tal admisión, ¿no contrasta con las concepciones generales del mundo y de la sociedad propios de los fideístas? Si la vida es un don divino, ¿no corresponde al creador único de todas las cosas, y no al Estado, pretender la devolución de la misma? Ahora bien, no hace falta estar instruido en la historia de las religiones, para saber que precisamente éstas reconocen al Estado el derecho de infligir la pena de muerte, exceptuada alguna secta de importancia desdeñable.

No nos referimos ciertamente a las religiones primitivas, como por ejemplo, la de los aztecas. Estos reconocían a sus curas incluso el derecho de celebrar ritos a base de sacrificios humanos. Pero los habitantes de la América precolombina eran, a decir de los nobles conquistadores pos-colombinos, semisalvajes o salvajes tout court. Ahora bien, aunque es cierto que la Iglesia Católica honra a Dios desde hace siglos con ritos distintos al sacrificio humano, incluso la Iglesia romana surgió contra el mundo pagano, al que le gustaba hacer del sacrificio humano un número de variedad en los circos; también es verdad que jamás la Iglesia Católica ha negado al Estado el derecho de matar, aún más, consideremos la larga época en la que la Iglesia Católica, más que instrumento de Estado como lo es hoy bajo el capitalismo, era ella misma Estado. Pues bien, sabemos todos que los Papas de Roma, aun proclamando a diario el origen divino de la vida, nunca cesaron de aplicar la pena de muerte mientras conservaron el poder temporal. Dejamos para los anticlericales, habituados a ver en el curso de la historia una lucha perenne entre curas y laicos, la voluptuosidad de volver a evocar las bestialidades de la Santa Inquisición o las perversidades tenebrosas de la Compañía de Jesús. No nos escandaliza en absoluto el hecho de que el Estado pontificio, es decir, un Estado gobernado por una jerarquía eclesiástica, infligiera ampliamente la pena de muerte, cometiendo a veces espantosas matanzas (como la de los albigenses del siglo XIII). Nosotros los materialistas dialécticos, por primera vez en la historia, hemos despojado a cualquier Estado, cualquiera que sea su forma de poder, de toda nebulosa superestructura mística y reverencial. Teocrático o autocrático, eclesiástico o laico, totalitario o democrático el Estado es siempre una máquina organizada para ejercer la violencia, para constreñir las mentes y los cuerpos, con la ayuda del carcelero y el verdugo.

La cuestión que nos interesaba particularmente, es el por qué de esa contradicción extrema respecto a la pena de muerte, que surge de la actitud práctica de los fideístas frente a sus postulados teóricos. Si la concepción fideísta reconoce para la vida un origen divino, es decir, postula la existencia de todo individuo como consecuencia de un acto creativo de la divinidad, sería lógico por ello esperar un rechazo a reconocer al Estado el derecho de infligir la pena de muerte. Pero esto no sucede. Hemos oído a personalidades del mundo católico criticar el comportamiento de las autoridades americanas en lo que se refiere a Chessmann. Se les ha reprochado la despiadada serie de aplazamientos que durante doce años ha tenido el desventurado en la antesala de la muerte. Pero no hemos oído condenar el principio de la pena de muerte. Ni existen, por lo tanto, documentos oficiales de la Iglesia Católica en el que se niegue al Estado el derecho a matar.

Está claro que si los fideístas fueran libres para sacar las consecuencias de sus postulados fundamentales, deberían reconocer que sólo le compete al Dios creador la facultad de quitar la vida a los hombres. Si no llegan a tal consecuencia, esto sucede porque hay exigencias sociales no suprimibles que lo impiden. Para la sociedad dividida en clases económicas antagonistas, es decir, en clases que producen y clases que viven del trabajo ajeno, la existencia del Estado es indispensable. Sin el Estado, es decir, sin la organización del poder de la clase dominante, las clases explotadas no se someterían a su condición. La coerción física de aquellos que rechazan obedecer las leyes que aseguran la conservación del modo de producción, es una exigencia vital para la clase dominante. La misma supresión del «delincuente» es una garantía de la conservación del orden. Y ya que la clase dominante y sus sostenedores están inducidos a identificar la ruina del propio poder con la ruina de toda la sociedad -- como hicieron los patricios romanos, después la aristocracia feudal y ahora la burguesía capitalista, que incluso habla de muerte atómica de la misma especie humana -- la supresión del trasgresor de la ley es vista como un acto de terapéutica social y como un acto ético.

Situado en esta vía el fideísta puede tranquilamente llegar a la conclusión de que la pena de muerte es conciliable con la idea de la existencia de Dios y de la creación. De esta manera el Estado llega a ser «ético», se transforma en una prolongación de la mano de Dios; y Franco, Singman Rhee, Chang Kai Shek, se convierten en los ejecutores de su voluntad. Si la Alemania nazi hubiera vencido la guerra, también Hitler, como en su día Gengis Khan, entraría en la lista de los vicarios terrenales de la Providencia. El odio de clase, y más aún, la guerra de los explotadores atormentados por el espectro de la Revolución, hace ver lógico cada contra sentido, consecuente cada contradicción, sacrosanto todo lo mortífero y abyecto que la necesidad de conservación del orden constituido suscita en las cabezas y en la «región precordial» de la clase dominante.

La aceptación del principio de la pena de muerte es una típica contradicción en la que cae el pensamiento de los fideístas, ellos tienen necesidad de Dios para justificar la existencia del Estado, es decir, de la división en clases de la sociedad; y del Estado para perpetuar con la fuerza las influencias contrarrevolucionarias de la religión. Hay que decir que los fideístas se pueden equiparar a los idealistas, que no creen en Dios sino en sucedáneos suyos, como la Idea, la Consciencia, etc. Por eso, casamos los primeros con los segundos.

Por todo lo dicho, alguien podría extraer conclusiones equivocadas sobre nuestro análisis, confundiéndonos por anarquistas. Sin embargo no somos anarquistas. El marxismo ha estudiado la anatomía del Estado, y ha descubierto que el Estado es una máquina destinada a servir al poder revolucionario comunista. Las transformaciones revolucionarias aportadas al modo de producción de los bienes materiales -- y no sólo a éste, sino también a las formas matrimoniales bajo las cuales tiene lugar el proceso de la reproducción humana -- harán superfluo el Estado, en la medida en que expulsarán de la economía y del matrimonio la forma propietaria, borrando las clases. Pero mientras que el proletariado deba luchar, en una posición dialécticamente invertida, «como clase dominante» para extirpar las infames instituciones heredadas del capitalismo, se necesitará ejercer la dictadura estatal sobre el enemigo burgués. Esto significa que el Estado obrero deberá reprimir los conatos contrarrevolucionarios con la fuerza armada, con las prisiones y también con la necesidad de la supresión física de los propios adversarios.

Llegados a este punto se nos podría objetar: «Pero hasta el momento vosotros, ¿no habéis criticado ni una sola vez las sociedades pasadas y presentes, las iglesias y los Estados, que continuamente han hecho y hacen uso de la pena de muerte?».

A lo que sencillamente respondemos que no hacemos la crítica de la pena de muerte, sino de las justificaciones que de ella dan con carácter doctrinario los ideólogos del campo fideísta-idealista. La pena de muerte es una necesidad en la sociedad de clase. Si es moral o inmoral es una cuestión vana. Ella es necesaria, como es necesario el Estado que sirve para salvaguardar la dominación de una clase privilegiada sobre las clases trabajadoras. Pero, pensándolo bien, ¿es sólo en los casos en los que se arrastra al patíbulo a los condenados cuando se explica la fuerza y la violencia del Estado? ¿O no ocurre que el poder coactivo de la máquina estatal se explica, en todos los momentos de la vida social, es decir, en todos los momentos en los que la mayoría de los hombres y de las mujeres está constreñida a ver la propia fuerza de trabajo, en un proceso productivo controlado monopolistamente por la clase dominante? El Estado, la fuerza organizada y armada de la clase dominante, aunque las cárceles rebosen de prisioneros, sólo en casos excepcionales aplica la violencia. Normalmente, para frenar a las masas explotadas es suficiente la amenaza que sobre ellas hace planear la máquina de represión estatal, con sus cuerpos armados, sus cuerpos de policía, las cárceles y los patíbulos. Para vergüenza de las falsas ideologías democráticas, allí donde existe el Estado el entramado social se mantiene unido por la fuerza, por la amenaza, en una palabra por la constricción.

Sólo quien no está habituado a ver dividida en clases la sociedad, tiene necesidad de casos emocionales, como la ejecución de un criminal (o alguien así considerado) por obra de la máquina represiva del Estado , para ver en éste la organización de la violencia. Pero limitemos nuestra discusión al argumento de la pena de muerte. Que ésta sea una necesidad social, en una sociedad dividida en clases, se demuestra precisamente por el hecho de que los escritores del campo fideísta-idealista están obligados, para justificar su práctica, a contradecir los principios fundamentales de su concepción del mundo.

No se puede pretender que una sociedad dividida en clases económicas pueda pasar sin el Estado. El estudio de la dinámica social -- por esto decíamos al principio que las ciencias naturales son sólo una parte de la actividad científica -- conduce rigurosamente a tal resultado. Pero reconocer la necesidad de la existencia del Estado significa reconocer al Estado el derecho a matar. Esta es la ley fundamental del desarrollo histórico, considerado desde el punto de vista materialista-dialéctico. Y, si esta ley rige en todos los tipos de sociedades clasistas, necesariamente y transitoriamente deberá regir también en el tipo de sociedad futura, en la cual la clase obrera se organizará en clase dominante contra la burguesía. El proletariado debe levantar la máquina estatal propia, una máquina de tipo particular, como veremos, al mismo tiempo que procede a la demolición del Estado burgués. Y quien dice Estado obrero dice con esto mismo «derecho del Estado obrero a mandar a la muerte a los propios enemigos». El Estado obrero no puede «abolir» la pena de muerte: la pena de muerte se abole cuando es abolida toda pena. Y esto no es tarea del Estado, ni siquiera del Estado obrero.

Un Estado que abole las penas es un absurdo lógico. Repetimos, el Estado existe precisamente para amenazar o infligir penas, y cualitativamente importa poco que se trate de una multa o del suplicio capital. Las ideologías hipócritas respecto a la función «ética» del Estado no lograrán jamás, mientras existan las clases y por ello la lucha de clase, probar que el Estado tenga otra función que la de salvaguardar el poder económico y social de la clase dominante.

Ni siquiera la revolución del proletariado puede sustraerse a la ley fundamental del desarrollo histórico. Ella debe construir la propia dictadura y ejercitarla por medio del partido comunista, el único que tiene valor para declararse abiertamente como partido de una sola clase. Debe mantener en pie el principio del delito y de la pena, es decir declarar una serie de prohibiciones y castigar a quien se convierte en su trasguesor. Pero la dictadura del proletariado es un Estado de tipo especial, en cuanto tiende a facilitar esas transformaciones revolucionarias en el modo de producción y en los ordenamientos familiares que deberán hacer superflua, en la fase superior del comunismo, la misma dictadura. ¿Pero qué significa «extinción» del Estado? Significa precisamente extinción gradual del principio del delito y de la pena que, desde el inicio de la civilización hasta nuestros días, ha imperado con dureza sobre la vida de los hombres. Significa pues que sólo el comunismo pleno puede suprimir no sólo la pena de muerte, sino toda pena.

Sólo quien concibe el Bien y el Mal como entidades metafísicas que se disputan el corazón humano, puede creer en la eternidad del delito. Nosotros no creemos en esto en absoluto, porque sabemos que no existe el Mal, sino que existen una serie complicada de trasgresiones de determinadas prohibiciones que son impuestas a los hombres, no por el mundo sobrenatural ni por el mundo natural, sino por las exigencias de la dominación de clase. Es la prohibición lo que determina el delito; no es en absoluto cierto lo contrario. La prohibición «no robar», por aducir un ejemplo, puede muy bien figurar en las tablas de las leyes que la Biblia atribuye a Moisés, en una escena dramática, bajo dictadura divina. Pero el hurto, la rapiña, el asalto, es decir toda forma de apropiación violenta de los productos sociales, presupone, no ya los mal afamados «instintos delictivos» que el hombre llevaría en su interior, revueltos con las opuestas tendencias benéficas, sino una violación del modelo de conducta social impuesto por la apropiación privada de los productos del trabajo social.

Análogo razonamiento puede hacerse para los delitos que conciernen, no a la forma de producción de los bienes materiales, sino a las formas matrimoniales bajo las que los hombres se reproducen, y que son también ellas un producto histórico. Anticipando lo que diremos en un próximo artículo, todos los delitos, grandes y pequeños, que los códigos modernos prevén, se pueden agrupar en dos grandes categorías: delitos contra la forma de producción y delitos contra la forma de reproducción de la especie. Esto hará reír sarcásticamente a los leguleyos armados con sus textos sagrados. Pero ciertamente nosotros no escribimos para ellos.

Las revoluciones sociales acaecidas hasta nuestros días, prácticamente han dejado invariantes, los principios generales que gobiernan la gravosa materia de los delitos y las penas. No podían hacer otra cosa, porque eran transformaciones sociales que tendían a transformar, no a suprimir, el derecho de propiedad, el principio de la apropiación privada de los productos del trabajo social. Sólo la supresión de la economía propietaria, de la que el matrimonio monógamo es necesario complemento, puede borrar el significado mismo del delito y por tanto de la pena. El hombre podrá finalmente relegar al museo de los horrores el tribunal y la cárcel, cuando haya abatido las miles de prohibiciones que circundan, a modo de barrera invisible de alambre de espino, su actividad vital. Pero no es el hombre individuo, sino el hombre social, el que puede liberarse, suprimiendo con la acción revolucionaria la división de la sociedad en clases.

La aparición del Estado señala el paso de lo que comúnmente se llama prehistoria a lo que comúnmente se llama civilización. ¿Pero representa un progreso en la evolución moral de la especie? Ciertamente, a la evolución biológica de la especie humana ha acompañado una evolución moral, en el sentido de que el instinto primordial animal, que hoy observamos ser la base de la asociación de algunas especies animales, ha ido transformándose en el sentimiento consciente de la solidaridad. Está claro que el homínido prehistórico, a medida que se alejaba del nivel puramente zoológico y se humanizaba, tomaba cada vez más clara conciencia de los beneficios derivados de la vida colectiva. De tal modo la necesidad objetiva de la asociación y del esfuerzo colectivo, impuestos por la lucha contra el ambiente natural hostil, se convertía, en la conciencia de los hombres, la ley fundamental de su vida, esto es un mandamiento moral.

Importa poco saber que tal decisiva conquista humana se manifestaba en formas rudas e ingenuas. Las grandes religiones pertenecen a la edad del Estado, a la época en la que la vida del clan y de la tribu ya ha desaparecido, o está estrechada precisamente en la estructura centralizada del Estado. Pero la verdadera conquista de la conciencia moral se remonta a una época de la existencia de la especie humana muy anterior, y es el fetichismo primitivo. Ya que el fetiche es la materialización del profundo sentimiento unitario, que liga uno con otro los miembros de las primeras comunidades humanas, señala verdaderamente una línea de demarcación entre el animal-hombre y el hombre. Sin querer para nada disminuir la grandeza moral de figuras como Buda, Cristo o Mahoma, en cuya predicación se manifiesta el grandioso esfuerzo dirigido a perpetuar las tradiciones de la manera de vida más antigua de la humanidad, dentro de la dura e inhumana realidad de la división de la sociedad en clases enemigas, es necesario admitir que es con el fetichismo con lo que los hombres primitivos nacen a la ley moral. La adoración del fetiche indica que el hombre ha salido definitivamente de la zoología. El instinto asociativo del animal pasa a ser sentimiento consciente. El hombre llega a descubrir la fuerza primordial que está en el origen de la existencia de todos los seres vivientes: la asociación, la subordinación del individuo a la colectividad, es más, la imposibilidad para el individuo de existir fuera de la colectividad que opera solidariamente. El fetichismo expresa semejante desenlace grandioso en la existencia de la especie humana.

El fetiche indica que el hombre ha dejado de pertenecer definitivamente a la zoología y se ha convertido en un ser moral, es decir, que vive según unas reglas de vida forjadas por la comunidad. Adorando el fetiche los hombres primitivos, aunque sea confusamente, reconocen tener un origen común, un modo de vivir común, unas reglas a las que el individuo debe atenerse. Esto puede parecer poco importante, especialmente hoy que el hombre se asoma al cosmos y rehuye mirar el larguísimo camino recorrido por la especie. Pero es incontrovertible que el hombre nunca hubiera salido del estadio animal, si no hubiera aflorado en él el sentido comunista de la existencia.

Los hombres han vivido en el comunismo, milenios antes de que esta palabra fuera inventada. Han trabajado y producido los medios necesarios para la existencia, fuera de la propiedad privada y de la división económica de la comunidad. Tal modo de vida, estrechamente ligado a las condiciones objetivas bajo las cuales la especie iba evolucionando, condicionó la formación de la conciencia en los primeros hombres, borrando lentamente los modos de vida y hábitos propios de los animales, suscitando la fuerza formidable que conduciría a los hombres a dominar la naturaleza. La tal fuerza es de la que venimos hablando: el sentimiento consciente de la solidaridad, el sentido de la preeminencia del interés colectivo sobre las necesidades individuales, es más, la conciencia de la existencia de un inquebrantable nexo causal entre la supervivencia de la comunidad y la supervivencia del individuo. Pero los hombres que viven en tales condiciones están sometidos a una ley moral. Por lo tanto es en el comunismo, aunque sea el comunismo de las cavernas y los palafitos, cuando la especie humana forja por primera vez una ley moral.

La sociedad de clase ahora ya nos ha habituado, con la larga serie de horrores cometidos por las clases dominantes, a no confundir el progreso técnico de una sociedad con el nivel moral de la misma. Más bien se puede afirmar, que el progreso técnico y la evolución moral marchan según leyes opuestas. Nunca la humanidad ha gozado de un nivel técnico tan alto como en la actualidad, la época del imperialismo capitalista y del fascismo más o menos enmascarado. Nunca, antes de ahora, las clases dominantes habían tocado el fondo extremo de la locura criminal y la crueldad. Las cámaras de gas y los hornos crematorios de Hitler no representan una marca de infamia de la burguesía alemana, sino de todo el capitalismo internacional, del que los tristemente famosos magnates del Ruhr son parte integrante.

La aparición del Estado, que a su vez presuponía la acaecida división de la comunidad primitiva en los bandos opuestos de las clases económicas, debía subvertir la fundamental ley moral, según la cual los hombres se habían convertido en tales. El interés de la comunidad ya no era el bien supremo de los hombres, al cual debían subordinarse las necesidades particulares del individuo, sino que la comunidad entera era despojada de su poder soberano y arrojada a la esclavitud. Pocas personas, porque por pocas personas está constituida siempre la clase dominante a través de los tiempos, sometían para sí a la comunidad entera. Y esto sucedía no porque estos privilegiados fueran individuos intelectualmente y moralmente superiores, sino por el hecho de que el despiadado mecanismo de la evolución productiva venía a situarles en posición de mando. En sus manos se concentraban las palancas de la producción; aún más, los medios de producción, de ser posesión común, pasaban a ser bienes privados, propiedad exclusiva de una minoría de la sociedad.

Esto significa que la humanidad alcanza el máximo de perfección moral, cuando todavía la civilización no había comenzado a «resplandecer». Las pirámides de Egipto, las canalizaciones de Babilonia, los suntuosos palacios de los emperadores Aqueménidas, las siete maravillas de la antigüedad, sirven para probar los grandes progresos realizados en las matemáticas, en la ingeniería hidráulica, en la arquitectura, etc..; pero los cimientos de estos monumentos gigantescos están posados por decirlo de alguna manera, sobre el cadáver de un modo de vida social técnicamente atrasado, pero moralmente superior con mucho. Un modo de vida que ignoraba la explotación del hombre, la esclavitud y el trabajo de los siervos, cuyos esfuerzos inhumanos se habían materializado en esos monumentos soberbios que resplandecían ahora bajo el sol. ¿Quizá las sociedades que sucedieron históricamente al esclavismo antiguo redimieron los delitos y las infamias cometidos por este último? Jamás de los jamases. De las pirámides a los modernos rascacielos, la historia ha transcurrido ininterrumpidamente como sucesión de sociedades de clase. Y en todas las épocas, pocas minorías privilegiadas, defendidas por el Estado, han tenido bajo sus pies a la enorme mayoría de la población mundial, que ha sufrido con dureza la miseria, el hambre, la ignorancia, el embrutecimiento por exceso de fatiga y las inseparables angustias de los desheredados.

Pero la herencia moral del comunismo primitivo no se ha perdido. Ni las guerras, ni las monstruosas escabechinas de venganza de las clases dominantes, ni las ráfagas de retraso provocadas por las contrarrevoluciones triunfantes, que rellenan atrozmente los cinco mil años de la historia, han conseguido destruir en la conciencia de los oprimidos los mandamientos morales que la humanidad se ha dado para siempre tomando posesión de la Tierra. Si sólo una estrecha minoría de los hombres, para vergüenza del clima de ferocidad y de estúpida crueldad alimentado por las codicias y por los miedos de las clases dominantes, lleva vida inmoral (si por inmoralidad se entiende el robo, la violencia, el homicidio); si la casi totalidad de los hombres, excepto los pocos privilegiados encarroñados por la avaricia y por el odio contrarrevolucionario, rehuye instintivamente de la violencia y de la sangre, de todo esto no se gratifica la clase dominante y su Estado.

En una sociedad dividida en clases, donde una clase privilegiada tiene sujeta a la gran mayoría de la población, el equilibrio social no puede mantenerse más que a costa de violencia y de sangre. Nadie acepta dejarse explotar y oprimir. Es necesario entonces para la clase dominante emplear la violencia, la amenaza, la extorsión. Cómo iban a poder pues la clase dominante y su Estado difundir entorno a sí otra cosa que no sea odio y maldad. La clase dominante en toda época ha sido escuela de inmoralidad y delito, sobretodo cuando su ciclo histórico se aproximaba al final, como ocurre hoy con el capitalismo.

Pero la casi totalidad de los hombres siente repugnancia instintiva por la violencia y el engaño, por la prepotencia y la opresión, por la explotación. Esto ocurre porque en los hombres están presentes los mandamientos morales «no matar», «no mentir», «no hacer a los demás lo que no quieres que te hagan a ti» que los curas y los apologetas de la clase dominante presentan como «divinos». Pero divinos no son. Ciertamente vienen de lejos, aún más lejos que el día en que Moisés tuvo la visión del Señor en el monte del Sinaí. Vienen de la época remota del comunismo primitivo, de la caverna y del palafito. Hay una herencia moral, además de biológica, que se trasmite en los hombres. A despecho de la ferocidad y la estupidez de la dominación de clase. A despecho del odio ciego y alocado de los contrarrevolucionarios. A despecho de las salmodias de los curas.

Estar convencido de esto no significa en absoluto rebajar al hombre moderno. Por el contrario significa valorar en su justa medida la evolución de la especie humana, que, descartada la hipótesis de la intervención divina, se eleva con nueva grandeza. El hombre ha conquistado por sí mismo, con una lucha milenaria, lo que parece en él «divino» y sobrenatural.

Ahora conviene aclarar dos puntos: Sobretodo, es necesario reafirmar nuestra posición de siempre en relación con el comunismo primitivo, es decir con la prehistoria humana. No se trata de idealizar aquel pasaje fundamental de la especie humana. También en la época de las cavernas los hombres se hacían la guerra, por el control de los territorios de caza. Aunque era desconocida la guerra civil, es decir, la guerra entre hombres teniendo orígenes, lengua y tradiciones comunes.

Esto era así porque no existía la propiedad privada de los medios de producción, por lo tanto ni explotación económica ni opresión social. La producción y el consumo de los medios de sustento eran colectivos, como pasa todavía hoy entre los pueblos primitivos supervivientes. Por eso sostenemos que el comunismo primitivo, técnicamente mucho más inferior que la civilización, es moralmente superior a ella.

En segundo lugar hace falta aclarar cómo entendemos la trasmisión por herencia de los mandamientos morales, madurados en la comunidad humana primitiva.

Puede parecer extraña, e inconciliable con la concepción dialéctica, la afirmación de que, bajo la mutación de las épocas históricas, se perpetúen en los hombres los sentimientos morales, convertidos definitivamente en claras leyes morales, que tuvieron origen en tiempos remotísimos. Antes de nada hay que decir que cinco o seis mil años -- lo que ha durado la civilización -- no obstante no dejan de ser una cosa pequeña frente a la duración de la existencia de la especie. Pero no es esta la razón predominante. Es el mismo curso de la historia de la lucha de clase lo que ha anudado continuamente los hilos que unían el presente con el pasado, así como con el porvenir. La dominación de clase ha generado su opuesto dialéctico, el odio hacia la división de clase. La violencia generada por la dominación de clase ha generado el odio a la violencia: la prepotencia el odio a la prepotencia: la explotación el odio a la explotación. Esto es, ha alimentado ininterrumpidamente en los oprimidos la pasión inextinguible por la Revolución. Todo movimiento revolucionario, destinado a cambiar la faz del mundo, ha soñado con abolir las clases. Se puede decir que toda Revolución ha generado una forma inadecuada de comunismo: el comunismo de los Cristianos de las catacumbas, el comunismo de los «Niveladores» ingleses, el comunismo de los babuvistas franceses.

Desde hace cinco mil años, es decir desde el momento en que lo perdió, la humanidad sueña con el comunismo, es decir la abolición de las clases, el fin de la explotación del hombre. Es la espera de la Revolución, del gran evento, mantenida viva en los oprimidos, por las víctimas del odio de clase y por los héroes revolucionarios, lo que ha impedido que se perdiera la gran conquista moral del comunismo primitivo. Le toca al moderno Espartaco proletario conducir y vencer la gran lucha, que ya dura desde hace un siglo; y cerrar la época ignominiosa de la civilización de clase.

Existe la premisa material de la organización comunista de la producción: la gran industria moderna, construida bajo el capitalismo con el sudor y la fatiga de generaciones enteras de obreros. Existe también la premisa de la reconstrucción moral de la sociedad. No se necesitará dictar un nuevo decálogo moral. Nosotros no somos utopistas. Trabajamos sobre materiales concretos. El cemento moral que servirá para construir la sociedad comunista ya está preparado. Está preparado desde tiempo inmemorial, y está constituido por los mandamientos morales que la lucha revolucionaria, de los oprimidos de todas las épocas, ha trasmitido hasta nosotros. Es gracias a estos mandamientos, heredados del comunismo primitivo, y no en absoluto al poder represivo del Estado burgués, que solamente una mínima parte de los hombres -- pocas decenas de miles entre centenares de millones -- se mancha con acciones delictivas.

¡Haría falta un tipo «nuevo» de hombre para llevar a cabo vuestro comunismo! --exclama el escéptico, que cree haber dicho la última palabra. En efecto, harán falta hombres nuevos para construir el comunismo, la sociedad sin clases y sin Estado. Pero hombres nuevos potencialmente los hay ya y lo llegarán a ser de hecho en el fuego de la lucha revolucionaria: son los centenares de millones de explotados y oprimidos que constituyen la casi totalidad de la población mundial. Son ellos los que perpetúan la herencia de las generaciones revolucionarias desaparecidas.

En ellos se trasmite el indestructible instinto comunista, por el cual el presente se reúne con las raíces profundas de la especie. La civilización habría perecido bajo el peso de sus horrores, si hubiese muerto este instinto que la opresión de clase jamás ha conseguido machacar, y sin el cual la predicación de las grandes religiones, fundadas en el principio

comunista de la fraternidad humana y de la subordinación del individuo a la comunidad, seguramente, no habría dado frutos.

Los hombres pueden vivir sin las clases y sin el Estado. La dictadura del proletariado no debe inventar e imponer nuevos mandamientos morales. Tan sólo debe quitar, con medios revolucionarios, las estructuras económicas que perpetúan la propiedad de los medios de producción, que es la única y verdadera fuente de toda inmoralidad, porque divide a los hombres, transforma a la gran mayoría en explotados, fomenta el egoísmo y condiciona el delito. El Estado burgués, como cualquier otro tipo de Estado que lo ha precedido, reprime los delitos que él mismo provoca defendiendo y conservando la infame organización social capitalista. El robo, la rapiña, la violencia, el homicidio por venganza o por interés no significan ciertamente rebelión contra los ordenamientos sociales existentes. Sin embargo, ellos derivan de las condiciones sociales en las que todos vivimos. La delincuencia es fenómeno exclusivo de las sociedades divididas en clases, porque es la dominación de clase la que atenta continuamente los primordiales mandamientos morales, herencia gloriosa de la especie humana, que hacen posible la convivencia de los hombres.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 



LAS ENGAÑOSAS INTERVENCIONES DE PAZ EN LA REGIÓN BALCÁNICA ESCONDEN LA EXTENSIÓN DEL CHOQUE IMPERIALISTA MUNDIAL
 

Proletarios, compañeros:

La guerra en la ex-Yugoslavia es una guerra que se efectúa por medio de representantes: las débiles burguesías locales, no privadas de intereses propios, han puesto sus ejércitos al servicio de los grandes imperialismos (principalmente americano, alemán y ruso), contando con el apoyo de estos. La propaganda burguesa y clerical, ha pretendido encontrar las causas de la guerra en cuestiones raciales, étnicas y religiosas, pero precisamente la crueldad del choque es la demostración de su artificiosidad. Para arrastrar a los proletarios que durante decenios habían convivido juntos con la miseria a matarse recíprocamente, las clases dominantes no han rechazado la utilización de cualquier medio: masacres de poblaciones inermes, bombas sobre su propia gente, violencia premeditada, al mismo tiempo que en la retaguardia instauraban feroces dictaduras, es decir, prohibición de toda manifestación de disensión, prohibición de las huelgas, férrea censura sobre los medios de información, pelotones de ejecución contra los desertores.

La guerra es una válvula de escape para los excedentes de la producción capitalista y los pretendidos "embargos" no son más que intentos para imponer aumentos forzosos en el coste de las mercancías y para eliminar la competencia, como demuestra el hecho de que, a pesar del embargo impuesto a los países beligerantes, las armas, las municiones, el petróleo y los víveres no hayan faltado nunca en sus ejércitos.

Tras cuatro años de sangre y destrucción, los choques militares han cesado por el momento, después de que en los lujosos y cínicos salones de la diplomacia internacional haya sido alcanzado un enésimo acuerdo sobre la repartición de Bosnia que se ha decidido garantizar con un envío masivo de tropas de la OTAN a la región. Pero la intervención de la OTAN, presentada como "misión de paz" y bendecida como tal por todas las iglesias, representa en realidad una prolongación de la guerra a escala internacional con la instalación de decenas de miles de soldados americanos en los Balcanes en un intento de hacer frente tanto a la creciente influencia alemana, como al empuje ruso de acercamiento al mediterráneo.

La burguesía española, teniendo ante sí el negocio de la reconstrucción de Mostar, ha enviado un contingente de hombres para salvaguardar los intereses de las empresas españolas en la zona.

A pesar de la creciente explotación del proletariado en todos los países, el Capital no consigue salir de su crisis de superproducción y la ostentación de banderas sólo enmascara los esfuerzos de un organismo enfermo que intenta sobrevivir. Una Tercera Guerra mundial imperialista, más destructiva y feroz que las anteriores, supondría solamente un baño de juventud para este sistema podrido. La guerra en los Balcanes, como la guerra contra Irak representan la prueba de ello.

Pero no es defendiendo este status quo, esta situación de "paz" que en realidad no existe, como el proletariado podrá ahorrar a la humanidad esta nueva y terrible prueba. Los movimientos pacifistas se han dado también en la guerra yugoslava, pidiendo conjuntamente con los militaristas la ocupación militar de la región por parte de las grandes potencias, con la descabellada esperanza de que los mismos instigadores de la guerra pudiesen transformarse en portadores de paz.

La lucha real contra una tercera guerra imperialista solo puede estar representada por la preparación de la guerra revolucionaria contra el régimen capitalista, por la revolución comunista internacional.
 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 



¡TRABAJADORES, PROLETARIOS!
EN EL CAPITALISMO TODOS LOS GOBIERNOS SON DE DERECHAS
 

La actual crisis crónica del modo de producción capitalista en el que vivimos obligará a cualquier gobierno que triunfe en las urnas a profundizar las medidas antiobreras.

La lucha reciente de los obreros franceses demuestra que los ataques contra las condiciones de vida de los trabajadores son un hecho internacional.

El partido único de la democracia (PSOE, HB, PP, IU,...) tiene como único objetivo mantener la explotación capitalista y la esclavitud asalariada.

La única alternativa que tienen los trabajadores contra esta sociedad, culpable de las guerras, el paro, la droga, y la miseria, es organizarse en un verdadero sindicato de clase que luche intransigentemente por la defensa de sus intereses, preparándose así para la revolución social dirigida por su partido comunista de clase.

¡CONTRA LA FARSA ELECTORAL, ABSTENCIÓN MILITANTE!
¡LA EMANCIPACIÓN DE LOS TRABAJADORES ES OBRA DE LOS TRABAJADORES MISMOS!
¡PROLETARIOS DE TODOS LOS PAÍSES, UNÍOS!

(Reproducción del cartel distribuido por el partido con motivo de las últimas elecciones en España al parlamento burgués en marzo de 1996)